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Tribuna:GIRA EUROPEA DE FOX
Tribuna
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El complicado reto de Vicente Fox

El presidente electo de México no tiene una tarea fácil. Despertó las expectativas de una nación entera y ahora tiene que cumplir. Pero las circunstancias no le son particularmente propicias. Es cierto que tiene un mandato claro y contundente pero no cuenta con los recursos políticos necesarios para llevar a cabo las transformaciones de fondo que prometió. Necesitará el apoyo del Congreso y éste no cuenta con una mayoría clara.La llamada transición política mexicana se desarrolla, antes que nada, bajo el signo de lo inédito. La increíble longevidad del antiguo régimen condenó fatalmente la memoria ciudadana de todo un país: los mexicanos, a lo largo de setenta años, nunca conocieron de primera mano la alternancia en el poder. El Partido Nacional Revolucionario, creado por los caudillos sobrevivientes de la revolución mexicana para consolidar legalmente su estancia en el poder, se convirtió muy pronto en una muy eficaz estructura hegemónica de gobierno que luego se transformaría en el actual Partido Revolucionario Institucional (PRI). Durante décadas enteras, el PRI impuso su sello a la vida política nacional. Fueron tiempos de una curiosa estabilidad en las que el partido, beneficiado por sus mecanismos de control corporativo y sus prácticas clientelistas, no necesitaba siquiera recurrir al fraude electoral para mantenerse en el poder.

La primera señal de alarma se escuchó durante el movimiento estudiantil del 68, que terminó trágicamente con la matanza de Tlatelolco. Luego vinieron los descalabros económicos, las aplastantes devaluaciones del peso y, sobre todo, el surgimiento de una oposición organizada que comenzó a cosechar los frutos de la creciente inconformidad social. Todo ello se manifestó abiertamente durante las dudosas elecciones presidenciales de 1988: Carlos Salinas de Gortari conquistó la presidencia pero hasta hoy siguen las sospechas sobre un gigantesco fraude electoral a costa de Cuauhtémoc Cárdenas, líder de la nueva izquierda mexicana. La falta de legitimidad no impidió a Salinas tomar el poder con un proyecto de nación definido: la reestructuración profunda del aparato productivo en México. Este propósito propició una de esas extrañas paradojas tan frecuentes en la política mexicana. Y es que Carlos Salinas, uno de los presidentes más antidemocráticos que ha tenido México, facilitó inadvertidamente el triunfo de la oposición el 2 de julio pasado. La apertura de la economía y la búsqueda por insertar a México en las cadenas productivas globales tuvo un impacto político fundamental. El modelo aperturista, por naturaleza, adelgazó al Estado mexicano. Para agilizar el proceso de cambio estructural hubo necesidad de golpear a los sindicatos, pilares del corporativismo. También se volvió imprescindible eliminar las fuentes de poder económico de las cuales abrevaban los políticos, siempre favorecidos por la entrega de abundantes recursos para su uso discrecional con fines electorales. En síntesis, buscando modernizar el sistema económico, Salinas desmanteló el sistema político mexicano, pero sin construir uno paralelo.

El año del rompimiento fue 1994. El alzamiento indígena en Chiapas y el asesinato del candidato del PRI a la presidencia, Luis Donaldo Colosio, cerraron el ciclo histórico de un sistema político instaurado desde 1929. Salinas, para reemplazar al candidato desaparecido, se inclinó por Ernesto Zedillo, un economista, tal vez el único presidente priísta que llegó al poder sin compromisos con el viejo sistema político. No tuvo necesidad de establecerlos porque no se preparó para ser candidato. Le bastó con el apoyo de Salinas, un hombre que controlaba a su antojo todo el aparato del gobierno. Pudo así democratizar el presupuesto, la fuente del autoritarismo mexicano. Desde el arranque de su gobierno se propuso transparentar la aplicación del gasto público. Entre las medidas más significativas que tomó, por lo simbólico, se encuentra la reducción brutal que tuvo la famosa partida secreta a disposición del presidente, unos fondos reservados sobre los cuales no había necesidad de rendir cuentas. Hoy día esa cuenta ya no existe. Zedillo intentó igualmente racionalizar el gasto público de manera que anuló el manejo político de los recursos del Gobierno, que se repartían discrecionalmente a los estados de la Federación. A partir de 1999, se acabó el presupuesto asignado para esos fines. El dinero se distribuye ahora directamente a los municipios y ya no pasa por los gobernadores que, en el pasado, solían distribuirlo en función de objetivos electorales. Así perdieron la capacidad de manipular políticamente a la población de menores ingresos.

La democratización del presupuesto debilitó enormemente a la maquinaria electoral del PRI. Sin dinero que repartir, las contradicciones del partido afloraron. Ya no era posible sostener el viejo régimen de lealtades sobre el que se había edificado el sistema. Zedillo pudo hacer tales cambios porque, como Salinas, se apoyó en toda la fuerza de su presidencia autoritaria. Y, también como Salinas, la motivación de Zedillo siempre fue la transformación de la economía, no el avance de la política. A pesar de ello, a Zedillo debe considerársele el primer presidente de la transición mexicana. De una u otra manera contribuyó al ocaso del presidencialismo.

Dentro de ese escenario y bajo tales condiciones apareció Vicente Fox, miembro del Partido Acción Nacional (PAN), una figura que aportó al ámbito político una frescura nunca vista. Desde el comienzo de su campaña, hace tres años, se presentó con su carisma, su desparpajo y su florido lenguaje como el candidato del anti-establishment. Incorrecto y de discurso atrabiliario, Fox logró captar y cautivar el imaginario colectivo mexicano del cambio. Su candidatura se benefició además del natural agotamiento del sistema político y, sobre todo, del enfado con el PRI. En un principio, Fox intentó pactar un acuerdo con el Partido de la Revolución Democrática (PRD), de centro izquierda, para conformar un frente común. El argumento para la alianza era sencillo: sólo la suma de los votos del PAN y del PRD podría vencer al PRI. La alianza, sin embargo, no fructificó. A partir de ahí, Fox decidió cambiar la estrategia y hacer un llamado al voto útil de los mexicanos. Tuvo éxito. Se estima que cinco de los doce millones de votos obtenidos por Fox llegaron procedentes del PRD. La molestia contra el PRI era tan grande que los electores se dejaron atrás ideologías y proyectos de nación distintos. Los ciudadanos votaron por el único candidato que, en su percepción, podía lograr el cambio.

Vicente Fox se convirtió, en las urnas, en el segundo presidente de la transición. Y deberá ser ahora, desde el Gobierno, el primer presidente de la consolidación de la democracia mexicana. Sin embargo, el gran proyecto de cambio que Fox vendió al electorado está encontrando sus propias contradicciones. El presidente electo quería emprender una profunda reforma de la Administración, eliminando algunas secretarías (ministerios) de Estado, fusionando otras y creando algunas nuevas. Para hacer esto requeriría de al menos sesenta reformas constitucionales. El problema es que, en el Congreso, el poder se reparte entre el PRI y el PAN. El PRD, con una representación del 18%, sería el fiel de la balanza. El antiguo partido oficial, para empezar, no está dispuesto a dar un cheque en blanco al futuro presidente. El propio PAN, a su vez, tampoco es un partido subordinado a Fox. El contendiente a la presidencia quiso en su momento reforzar su candidatura mediante una alianza con el Partido Verde que no dejó satisfechos a todos y, sobre todo, armó un equipo de campaña en el que no predominan los militantes de su partido. Ahora, esos mismos personajes, venidos de todos los horizontes y seleccionados puramente en función de sus capacidades, controlan el grupo encargado de la transición. El PAN, además, está dividido. Algunos sectores están enfrentados casi abiertamente con Fox. Y el control político de las fracciones parlamentarias del PAN en la Cámara baja y el Senado está en manos del senador Diego Fernández de Cevallos, antiguo candidato presidencial y adversario político del actual presidente electo. La transición de terciopelo que esperaba tener un Fox apoyado por el Gobierno federal y cobijado por los blindajes financieros que armó Zedillo no tiene sustento en la realidad política. Al no tener mayoría en el Congreso, las promesas de cambio del futuro presidente tendrán que esperar.

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El Gobierno actual, por su parte, está facilitando claramente el cambio de mando. De hecho, los equipo de Zedillo y Fox están negociando conjuntamente los presupuestos del próximo año fiscal. Los foxistas, sin embargo, se han dado de narices con la dura realidad de las cuentas públicas. Agradecen la colaboración de la Administración saliente pero se desesperan y con razón: han caído en cuenta de que todo el presupuesto, menos el 11%, ya está comprometido. Los márgenes de maniobra en el primer año de Fox serán muy escasos.

A la falta de recursos disponibles, a la enorme dificultad para concretar las reformas constitucionales, a la rebeldía que ha generado la crisis de los partidos y a las realidades objetivas que Fox no puede cambiar rápidamente como las deficiencias salariales que perjudican los niveles de vida de la población hay que darlos y él lo sabe. Su discurso ha comenzado a matizarse al señalar que los cambios no se verán antes de tres años. Son palabras sensatas, pero no las que el electorado escucha ni quiere escuchar. La presión para el cambio, generada por el propio Fox durante su campaña, es muy fuerte. Esto introduce problemas de operación política para su equipo que, además, se ha mostrado no pocas veces inexperto en el proceso de transición.

¿Cómo habrá de afrontar el futuro presidente de México los retos de su Gobierno? Una hipótesis, con alta probabilidad de confirmarse dada la cultura política mexicana, es que durante sus dos primeros años se va a ver obligado a dar golpes espectaculares en la lucha contra la corrupción, acciones de bajo costo y alta utilidad política. La mala fama del antiguo régimen será una buena materia prima. Aunque Fox y su equipo se han dado cuenta que el Gobierno federal no es tan corrupto como se percibe desde fuera, lo cierto es que encontrarán elementos de sobra para el escándalo. Con sólo abrir los expedientes del Fobaproa, el instrumento público al que fueron a dar todos los excesos y las corruptelas de los banqueros mexicanos, se anotarán buenos puntos. No será todavía la gran transformación de fondo. Pero, por lo pronto, es su único recurso político disponible para ofrecer resultados. La verdadera transición mexicana tomará todavía algún tiempo.

Federico Arreola es periodista mexicano.

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