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La nueva oposición

Fernando Vallespín

El nuevo liderazgo socialista se ha estrenado con un nuevo y prometedor estilo, pero con importantes restricciones a su función opositora. Unas, coyunturales, derivan del imprescindible compromiso de sumarse a la defensa de los valores constitucionales en el conflicto vasco; otras, que ya son de mayor calado, tienen su origen en los mismos imperativos de la nueva política. A lo primero habremos de referirnos luego; y de lo segundo sirva como muestra la sibilina declaración de Rodrigo Rato cuando recordó a la oposición que el comisario europeo Solbes, antiguo ministro de economía socialista, compartía la postura del Gobierno respecto al mantenimiento de la tributación de los carburantes. En otras palabras, que uno de los temas más preocupantes del momento debía sustraerse al debate público y sólo admitían una única opción política. Puede pensarse en muchos otros casos más, pero el síndrome es el mismo: el estrechamiento de los cauces ideológicos, la arrogancia tecnocrática que busca justificar toda decisión como la técnicamente adecuada, los consensos supranacionales, etc. Todo aquello, en suma, que hoy aparece bajo la rúbrica del "fin de la política" y coloca a la oposición, a cualquier oposición, en una situación difícil.Lo único auténticamente claro del juego entre Gobierno y oposición es que uno y otra deben poder diferenciarse en todo momento. De otra forma esta distinción carecería de sentido. Es un dispositivo integrado en el núcleo institucional del sistema democrático dirigido a permitir no ya sólo una alternativa o recambio a la labor del Gobierno, sino una visión distinta de la realidad política. Aparentemente, y esto lo sabemos sobre todo por las neurociencias y la cibernética, los humanos sólo tenemos la capacidad de orientarnos en el mundo a través de códigos binarios: sano / enfermo, joven / viejo, frío / calor... Y en la política democrática, Gobierno / oposición. Privarnos de uno de los polos, como ocurre con la creciente convergencia hacia una única definición de la realidad, contribuye a cegar las alternativas, a promover la desorientación y a empobrecer el discurso. Con el consiguiente resultado de fomentar la apatía política y la fatiga civil.

Pero no hay que caer en el desánimo. A pesar de todos los nuevos imperativos, la política sigue siendo tozudamente local y muestra una extraordinaria resistencia a dejarse doblegar por ellos. Podrá haber importantes acuerdos sobre las líneas generales de la política económica u otros aspectos de la macropolítica, pero la labor de gobierno no puede hurtarse a las exigencias de la argumentación y el contraste de ideas. Incluso sin disponer de una oposición a la altura de las circunstancias, como está ocurriendo en el Reino Unido y en Francia. Allí se da ahora además la curiosa paradoja de que se responsabiliza a los políticos nacionales por problemas que tienen su origen en el ámbito trasnacional y aunque no se disponga en realidad de soluciones domésticas. La lógica es implacable: si -como ocurría con nuestro Gobierno- desean ponerse medallas cuando las cosas van bien, generalmente por coyunturas externas, deben saber asumir también responsabilidades cuando llegan tiempos más desventurados.

Nuestro nuevo jefe de la oposición, Rodríguez Zapatero, ha sustituido las invectivas y descalificaciones de anteriores modelos de hacer oposición por novedosos modales argumentativos y conciliadores. Es una buena iniciativa porque permite devolver a nuestra política parte de la dignidad perdida detrás de la permanente recusación adversarial. Debe ser cauto, sin embargo, cuando cambie el sombrero de opositor por el de hacedor de acuerdos. Si en la anterior legislatura el Gobierno trató de enmudecer a la oposición por una supuesta indignidad moral heredada, ahora corremos el riego de que lo haga envolviéndola bajo su misma bandera. La obvia coincidencia en la defensa de la vida y las libertades en el País Vasco no significa que deba compartir la misma concepción de España o los mismos medios para su restablecimiento. Es comprensible que el conflicto vasco consuma toda nuestra atención y la mayoría de nuestras preocupaciones, pero no puede anestesiar nuestra propia percepción, necesariamente plural, de las posibles soluciones. Ni tampoco debe permitir que se vayan archivando otros aspectos de la realidad política sin el correspondiente debate.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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