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Civismo y espacio público JOAN SUBIRATS

Se ha desencadenado una pequeña polémica sobre el civismo en la ciudad. Parece que, cuando se les pregunta, los ciudadanos se quejan de lo sucia que está Barcelona, de lo ruidosa que es, de la poca urbanidad y respeto de las reglas por parte de conductores de autos y motos, y un largo etcétera, que la oposición, como es su obligación, no deja de airear.El alcalde Clos manifestó hace unos días que algunos de los problemas de la ciudad sólo podrían resolverse con la colaboración y la complicidad de los ciudadanos. El civismo de los más, decía, permitiría aislar, castigar y corregir la conducta de los menos. Algunos criticaron al alcalde por esas manifestaciones, ya que, afirman, mucho hacemos los barceloneses aguantando tantas obras, tanto caos circulatorio y tan poca presencia de la autoridad pública competente que haga cumplir las normas. Menos quejarse de falta de civismo, subrayaban, y más cumplir con las obligaciones de todo ayuntamiento.Pienso que en el futuro va a crecer el debate sobre quién es responsable de los espacios públicos. Nuestras ciudades acumulan y sirven de aparador a muchos problemas frente a los que resulta difícil establecer causas claras y determinar quién ha de hacerse cargo de las posibles soluciones. ¿A quién hemos de pedir responsabilidad por los contenedores desbordados, el ruido en las terrazas de los bares o los coches mal aparcados? ¿La suciedad de la ciudad o de algunas de sus calles es un problema de falta de limpieza por los servicios municipales o es el resultado de la conducta incívica de ese o aquel otro ciudadano? Probablemente, los habitantes de la ciudad no quieren entender de responsabilidades, ni les preocupan mucho las causas de los problemas, quieren soluciones. El caso es que las situaciones problemáticas que plantea la convivencia en las ciudades resultan cada vez más complejas y menos abordables desde una lógica que localice la respuesta únicamente en el ayuntamiento de turno, cuando muchas veces ese ayuntamiento no dispone ni de los recursos ni de las competencias para enfrentarse a lo que día sí, día también, acaba ocurriendo en esa o aquella calle.

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La tradición española tampoco ayuda demasiado a encontrar planteamientos alternativos. La tradición autoritaria del país no ayuda a entender la cosa pública como un espacio de responsabilidad colectiva. Los espacios públicos, los problemas colectivos, tienden a percibirse casi siempre como un terreno que o bien está ocupado por las administraciones públicas o el mercado, o bien es un terreno de nadie. No nos sentimos propietarios o corresponsables. Muchos prefieren definirse como simples usuarios de calles, aceras, plazas, cabinas telefónicas o transportes públicos. Podríamos incluso afirmar que, en este sentido, la normalización democrática significó, al mismo tiempo, una culminación y una delegación de esa asunción colectiva de responsabilidades comunes. Si hasta la muerte del dictador muchos podían pensar que era necesaria una labor supletoria o complementaria frente a los grandes vacíos, llegada la democracia la sociedad se sintió liberada y, al mismo tiempo, fue desactivándose.

La gran paradoja actual es que los niveles de bienestar conseguidos han hecho a la gente mucho más dependiente de lo que era antes. Nunca como ahora podía uno desprenderse de la basura a la hora que le da la gana. Pero pobre del responsable municipal al que se le ocurra colocar un contenedor ante mi casa. Si el Ayuntamiento asegura la conservación de los parques incluso los domingos, ¿por qué preocuparse de contribuir a que permanezcan limpios? Los jardines, los parques, las plazas públicas, los contenedores, son percibidos como algo que es responsabilidad exclusiva de los servicios municipales respectivos. La gran mayoría sólo piensa en cómo usarlos de la manera más provechosa para sus propios intereses. El problema es que por esa vía vamos directos al desastre, ya que ese modelo de incrementalismo sin fin de la responsabilidad municipal sólo conduce a la parálisis.

¿Qué alternativas tenemos? Una posibilidad sería privatizar esos espacios. Sin duda, viendo como muchas zonas marginales de torrentes y acequias de algunas ciudades han sido convertidas en pequeños huertos cuidadosamente trabajados, alguien podría pensar en dividir los parques en pequeñas parcelas atribuibles a los vecinos. Ello podría redundar en una mejora sustancial de su estado, a costa, sin embargo, de aniquilar su propio concepto de espacio público. Si creemos que esa alienación de lo público no proviene de su falta concreta de propietario, sino de la forma en que se ha pensado y se gestiona, entonces podríamos tratar de encontrar otras alternativas. Me refiero a la posibilidad de incentivar la iniciativa colectiva sobre ellos. Hemos de encontrar maneras de implicar y hacer participar a la gente en la buena marcha de la ciudad. Sólo haciendo que la gente la sienta suya, sólo generando relaciones afectivas entre la gente y los espacios colectivos conseguiremos hacer sostenible su mantenimiento y mejora. Y para ello es indispensable generar espacios de intermediación, buscar complicidades en las entidades y asociaciones que pululan en los barrios, potenciar padrinazgos de esos espacios por parte de escuelas, empresas, asociaciones, entidades. Pero esa colaboración comporta ceder espacios de poder. Mientras las autoridades municipales pretendan asumir el protagonismo de todo lo que sucede, no pueden esperar que los demás nos responsabilicemos de nada. Ese círculo vicioso genera sólo más regulación, más espíritu represivo y controlador, menos implicación ciudadana. Si nos hacen sentir subordinados, no podremos nunca sentirnos partícipes.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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