Los retos de la enseñanza pública
La educación es un derecho humano que debe ser garantizado. Del reconocimiento de la igualdad de todos los ciudadanos se deduce que han de ver satisfecho ese derecho de forma también igual.Los Estados dan cumplimiento a ese mandato moral y cívico creando los sistemas educativos públicos, los únicos capaces de garantizar el acceso universal a la educación. Por eso la oferta del sistema público es dominante, en cuanto a su extensión, sobre el privado en todo el mundo de nuestro entorno, siendo nuestro país uno en los que esa ventaja es menor debido al retraso con el que llegamos a la modernidad.
De ese mandato esencial de igualdad se desprende el que en la educación pública (y se cede en las aspiraciones de crear una sociedad digna cuando esto no se cumple también en la privada) nadie debe ser discriminado -a la entrada y una vez dentro- por condición alguna de carácter personal, cultural o social: sexo, origen familiar, etnia, religión, defecto físico, personalidad o rendimiento académico previo (este último en el caso de la enseñanza obligatoria).
Aparece así la segunda gran virtud de la educación pública asociada a la igualdad, poco apreciada en tiempos de insolidaridad y pragmatismo: el no poder elegir a los estudiantes o a sus familias, permitiendo que en su interior se cree una microsociedad representativa del "público" exterior, caracterizada por las diferencias y desigualdades propias de la sociedad que deben estimular. Lo cual es un estímulo para el entendimiento y la solidaridad. Los centros escolares son uno de los pocos espacios que todavía pueden ser realmente integradores ("para todos los públicos"), si todos son igualmente heterogéneos, en la medida en que la diversidad social se distribuya por igual entre ellos.
Es inmoral que con los recursos públicos se permita atentar contra este principio esencial para la igualdad de los individuos y para la salud moral de la sociedad democrática. No presta un servicio público justo quien puede seleccionar a "su público", porque esa táctica crea más desigualdad, al especializar a los centros por sectores sociales, haciendo de alguno de ellos auténticos guetos. Sólo se puede reconocer que la enseñanza concertada presta un servicio público si escolariza a la misma heterogénea población que le corresponde a los centros públicos.
La demanda de libertad de elección de centros o la táctica de elegir o rechazar a estudiantes no pueden subvertir los principios de igualdad y de integración que reclama el interés público. Como afirma Berlin, es preciso limitar a veces la libertad de unos por el bienestar de todos. La política de subvenciones públicas muestra agujeros a corregir, si no queremos financiar la desigualdad.
Pero la igualdad no se satisface sólo en el momento de acceder al puesto escolar. Hace falta que la educación recibida sea equivalente en calidad. Lo cual depende de que haya condiciones similares (medios disponibles, contenidos exigidos, formación y condiciones de trabajo de los docentes, ratios de alumnos por profesor, dirección efectiva, apoyo de las familias, actividades académicas y extra escolares, jornada, ambiente educativo, capacidad de satisfacer a los usuarios, control, etcétera).
¿Es desigual la calidad en los centros públicos y privados? Sobre esta dimensión ya no podemos pronunciarnos de forma simple y tajante. Hay variaciones internas importantes en cada sector en los aspectos señalados. En términos generales, no existen datos a partir de los que afirmar que la educación privada sea de más calidad, en contra de lo que se propaga interesadamente sin fundamento. Si así fuera el sistema educativo español sería de los mejores de Europa. Tampoco el carácter público de los centros es siempre fuente de virtudes en este sentido. La calidad se muestra a través de indicadores diversos, los cuales en unos casos son favorables al sector público y en otros al privado. Este problema exige un riguroso diagnóstico y un serio debate nacional para evitar demagogias. Lo que debe superarse es el hacer equivalente el concepto de calidad a resultados académicos, pues éstos, no sólo son "inflables", sino que, como cualquier aprendiz de ciencias sociales sabe, se correlacionan con el capital cultural que las familias aportan a sus hijos. Sería torpe e injusto que el sistema público, haciendo de la necesidad virtud, deba acoger a quienes son excluidos por otros y después se le pidan los rendimientos semejantes a los obtenidos en los centros que pueden seleccionar a su clientela.
José Gimeno Sacristán es catedrático de la Universidad de Valencia
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