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Catalanismo popular JOSEP M. MUÑOZ

Tras ingresar en el Partido Popular, el ministro Josep Piqué explicitó claramente cuál era su estrategia para el PP en Cataluña: a saber, ocupar el espacio que la extinta UCD había tenido en 1979, antes de la inesperada victoria de Jordi Pujol en las primeras elecciones autonómicas y de la propia descomposición del partido de Suárez. Es, pues, a la luz de esa estrategia, anunciada hace ya año y medio y orientada a crecer a costa del electorado de CiU, que debe verse el llamado "giro catalanista" aprobado por la organización regional del PP en Cataluña (ahora PPC) en su reciente congreso.Más allá del oportunismo o incluso de la sinceridad de este giro catalanista, que se halla evidentemente condicionado por una apuesta electoral, pienso que es interesante constatar que, con él, el PP se incorpora a un consenso mayoritario en la sociedad catalana, y que de esta forma da un paso más en su plena aceptación del juego democrático y autonómico. Quiero decir que con este gesto el PP asume dos hechos básicos: que en Cataluña existe un sistema propio de partidos, distinto al español -independientemente de los diversos lazos de relación que se tengan con los partidos mayoritarios españoles-, y que este sistema propio de partidos responde a la generalizada aceptación, en grado diverso pero indiscutible, de la personalidad diferenciada de Cataluña. Y en mi opinión, aunque esta aceptación pueda pecar de electoralista -puede que el catalanismo "popular" acabe siendo como el capitalismo popular de la Thatcher-, constituye sin duda una victoria de la democracia y del catalanismo, y no una "claudicación" -como se le juzga en la versión conspirativa y vidalquadrista de la historia- ante una ideología intrísencamente perversa como sería el nacionalismo.

Así, el hecho de que el CD Espanyol haya catalanizado su nombre y haya adoptado un himno en catalán no debería ser visto como una concesión al "régimen" pujolista, sino como una asimilación por parte de una suficiente masa crítica de la sociedad catalana -incluido aquel sector que era un bastión del españolismo frente al inequívoco simbolismo del Barça- de valores como la catalanidad. Que don Alejo, que se negaba a responder en catalán a sus alumnos de física en la universidad de los setenta, firme ahora sus artículos como Aleix, o que Alberto Fernández Díaz realice las ruedas de prensa en su trabajoso catalán no es, en absoluto, una cuestión de falaz oportunismo. Es nada más y nada menos que la aceptación de una normalidad democrática, de un consenso básico que existe en Cataluña en torno a la autonomía y al uso de la lengua que llamamos, guste o no a algunos, propia. Ello es lo que hace posible que en nuestro país sea inconcebible que el presidente de la Generalitat, el alcalde de Barcelona o el de L'Hospitalet, el presidente del Barça o de La Caixa, el cardenal arzobispo o el rector de la universidad, no hablen en catalán: aunque algunos de ellos hayan nacido en Andalucía, en Aragón o en Baracaldo. Justo lo contrario de lo que sí ocurre en el País Valenciano, donde el presidente de la Generalitat o la alcaldesa de la capital no hablan en catalán ni en la más estricta intimidad, y que ilustra perfectamente la distancia que separa a un país de una provincia.

Es en el interior de este consenso básico donde se expresan las diferencias ideológicas y políticas que, como en cualquier sociedad democrática, tenemos los catalanes: somos liberales o socialdemócratas, conservadores o verdes, ex comunistas o republicanos. No haber entendido suficientemente esto es lo que ha privado en gran manera a la izquierda catalana (y, claro está, al PP) de disputar el liderazgo de Pujol en estos largos veinte años. Ahora el PP se suma a ese consenso, y, sin duda, se hallará en mejores condiciones de abandonar su relativa marginalidad y de ampliar su espacio electoral. Porque los catalanes no somos genéticamente más resistentes al cambio que los madrileños, ni más susceptibles de ser narcotizados por los efluvios nacionalistas que los valencianos.

Aunque, sin embargo, existen algunos catalanes que se resisten a cambiar, y que frente a ese consenso catalanista mayoritario insisten en apostar por la marginalidad (presentada, eso sí, como una defensa de la pluralidad). Ello les lleva a inventar una tradición, reivindicando para sí un pensamiento liberal español que, helas, me temo que no ha existido nunca. Tal como recordaba el historiador Santos Juliá en un artículo publicado hace tiempo en este mismo periódico, el drama de los liberales (y centralistas) españoles es que no tienen un monumento ante el que depositar sus flores. La idea de la España única se la apropió la derecha reaccionaria, y con ella murió. Por eso, a uno le resulta incomprensible que un antiguo psuquero reivindique ahora la figura de Salvador Millet i Bel, un egregio representante de la burguesía catalana bajo el franquismo: esa burguesía del Turó Park, tan liberal ella, que nunca levantó un dedo, ni la voz, contra la ignominia franquista. Un régimen que, es oportuno recordar como se hace con insuficiente énfasis en la ponencia del PP catalán, resultó, como mínimo, absolutamente "empobrecedor" para Cataluña.

Josep M. Muñoz es historiador.

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