De grandes cenas
Los muertos son los protagonistas de nuestra comunidad. Crece la sospecha de que se ha traficado con ellos y de que hubo maquinación para alterar el precio de las cosas. Fantástica expresión ésta: la de maquinar para alterar el precio de las cosas, la digo siempre, aunque no venga a cuento. En este caso se trataba de disminuir el precio de los muertos para regalárselos a un señor que quizá los pagó con dinero negro. Cada uno trafica con lo que puede, aunque quizá en esto, como en todo, haya una predisposición vocacional. No se sabe. No se sabe si uno cae en el sector de la automoción o en el cárnico por casualidad o por afición. A veces, una cosa te lleva a otra y cuando te quieres dar cuenta eres millonario.Todo empezó con una cena. De grandes cenas están las sepulturas llenas, decía mi padre, y de eso se habló: de sepulturas, de nichos, de monopolios, de cadáveres. Acudieron a ella, entre otros, el concejal de Sanidad, Simón Viñals, y un tal José Ignacio Rodrigo, que con el tiempo sería presidente y accionista de Funespaña.
Resulta chocante sorprender al concejal de Sanidad en una cena de difuntos, pero la frontera entre la salud y la muerte es a veces más delgada que la que separa un monopolio en pérdidas de una empresa boyante. El caso es que ahí estaba el concejal de Sanidad poniendo con toda franqueza los cadáveres sobre la mesa mientras los camareros entraban y salían de la cocina con bandejas llenas de carne y cazoletas repletas de hígados o de riñones encebollados. Hablar de muertos a veces abre el apetito, tanto como hablar de monopolios o de privatizaciones.
La escena entre el concejal de Sanidad aficionado a los muertos y el tal José Ignacio Rodrigo es fantástica para cualquiera que tenga un poco de sensibilidad literaria. Además, está muy enraizada en nuestros gustos gastronómicos y en nuestras tradiciones comerciales. En el extranjero, para hablar de muertos y de dinero, se queda en un despacho, pero nosotros no. Nosotros cenamos. De grandes cenas están las sepulturas llenas, que diría mi padre. Sólo que de esta cena salieron llenas las carteras de algunos. El tal José Ignacio Rodrigo, entonces comensal y ahora multimillonario, fue fichado como asesor de la funeraria por el concejal de Sanidad, aunque resulte paradójico. ¿Me siguen? Como una cosa lleva a la otra y el primer plato conduce inevitablemente al segundo, el Ayuntamiento desembolsaría doce millones, doce, a cambio de un informe sobre monopolios, además de ponerle al tal José Ignacio Rodrigo un sueldo de asesor de muertos estimado en ochocientas mil pesetas de la época (primeros noventa).
Gracias a su condición de asesor, el tal José Ignacio Rodrigo, que ya se había revelado como un vivo, estuvo de cuerpo presente, por agotar la metáfora, en todas las reuniones en las que se habló de la privatización de nuestros muertos. Tenía una información privilegiada, en fin, o de primera mano, como ustedes quieran, pues algo de juegos de manos, o de prestidigitación, hay en todo el asunto.
Vean si no: a los dos meses de ser privatizados nuestros queridos cadáveres, el tal José Ignacio Rodrigo era ya socio de Funespaña, la empresa adjudicataria, que además preside desde 1995. Entre medias sucede todo esto del dinero negro del que le acusa la policía francesa y que tanto ha sorprendido a Álvarez del Manzano, para quien la privatización de los muertos fue impecable.
Si estuviéramos en América, esto sería el argumento de una novela negra. Tiene todos los ingredientes. En esa novela, si alguien se decidiera a escribirla, el concejal de Sanidad maquinaría no para alterar el precio de los difuntos, sino para que la salud pública se deteriorara y produjera muertos por un tubo a la empresa adjudicataria, presidida por aquel señor tan simpático al que había conocido en una cena y que se llamaba José Ignacio Rodrigo, en la actualidad multimillonario gracias al sector cadáveres.
Lo que no sabemos es quién pagó aquella cena. Lo lógico es que se hubiera hecho cargo de la factura José Ignacio Rodrigo, pero, tal como se están desarrollando los acontecimientos, empezamos a sospechar que la pagó el concejal de Sanidad, o sea, que la pagamos usted y yo, qué le vamos a hacer. Ese dato, sin embargo, no lo incluiríamos en la novela, porque no es verosímil. Tampoco diríamos lo que cenó Viñals, pues hay que tener mucho estómago para ponerse ciego de esto o de lo otro mientras se habla de muertos. El lector normal no lo soportaría. RIP.
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