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Ocasos y dioses

Algunos expertos consideran que la mitología clásica, entendiéndose por clásica la de la cuenca mediterránea, supera en fuerza a la nórdica y a la de los pueblos germánicos: sin embargo, en las tierras del norte los relatos permanecieron puros, sin influencias cristianas, durante mucho más tiempo, y eso les llevó a desarrollar una mitología completa en el tiempo: una explicación del mundo concreta, precisa, una cosmología y una cosmogonía que podría guiarse por mapas y por árboles geológicos, que revelan la necesidad de aferrarse a datos, a verdades relativas en un mundo arisco y feroz.Así, los nórdicos idearon un comienzo del mundo a partir del Ginnung, el vacío elemental, y desarrollaron también un ocaso de los dioses, un Ragnarok en el que el sol y la luna resultarían engullidos por dos lobos. El mundo se hundiría en un caos y un baño de sangre que destruiría a dioses, monstruos y hombres.

Sólo tímidamente se insinúa, más tarde, que un nuevo universo nacerá de esa sangre y de ese sacrificio, que los campos reverdecerán sin que ninguna semilla se plante, que los dioses regresarán, jóvenes y fuertes, para una nueva era del mundo. Pero la descripción de esa era resulta tan breve e idílica tras los largos presagios de destrucción y muerte que puede parecer el delirio, la imagen feliz a la que se aferra el guerrero moribundo para endulzar sus últimos momentos.

Nada similar se ha recuperado, al menos que yo sepa, de los restos de las mitologías vascas que han llegado hasta nosotros. Las divinidades y los espíritus que sobrevivieron a influencias de otros credos se encuentran ligadas a cuevas, a fuentes, o identificadas con otras figuras de posterior importancia. Se perdieron mitos, y se perdió una interpretación trágica o amable de la existencia.

Sin duda los antiguos habitantes de Euskadi se inclinarían por la tragedia, por un honor rígido e inmutable, permeado por la vinculación a la tierra y a sus costumbres.

Ahora de eso no queda nada: se inventaron nuevas creencias que rigen un pueblo condicionado por la búsqueda de su identidad, y del que apenas quedaban jirones de lengua, de usos y de mitos. La mitología moderna del País Vasco se escribe día a día, y no difiere en mucho de los relatos teutónicos: los dioses en el cielo se tratan con el sol, y viven en hermosas estancias llenas de luz, mientras que los guerreros se esfuerzan en morir en la guerra para lograr la gloria: y Grendel, el tremendo monstruo de las profundidades, devora por las noches a los héroes que duermen desprevenidos tras los banquetes.

Y lo terrible no radica únicamente en la fascinación que la sangre, la violencia y las causas provocan en quienes les rodean: lo terrible es que no existe, como tampoco existía entre los nórdicos, una esperanza tras la lucha entre fuerzas contrarias, tras el enfrentamiento final que destruiría el mundo. No se presenta un horizonte claro, o al menos apacible, no se dan claves de convivencia, no se ofrece sino un panorama en blanco y negro que parte de la destrucción total, irrevocable e innegociable del enemigo.

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Los noruegos y los suecos actuales, herederos de los vikingos matadragones y arrasatierras, han logrado un nivel de vida envidiable: el petróleo ha calmado los ardores de la sangre, otorgan premios Nobel, y en cada cartón de leche incluyen un relato corto por las mañanas. De alguna manera, tras un Ragnarok invisible han conseguido aquella nueva era apacible y asistida por la paz.

Nosotros continuamos luchando contra enemigos y bañando las calles de sangre y duelo, con la promesa difusa de participar en el banquete eterno de Odín. Alguien engañó a mucha gente en algún momento de su vida, y le hizo creer que la vida puede comprarse en el otro mundo.

La presencia de la mitología puede ser peligrosas; y su ausencia es letal.

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