Dos pianos
De entre el sopor cultural del franquismo, en Barcelona sobresalían dos pianos. El de Ros Marbà en el salón Rigat y el de Tete Montoliu en el Jamboree. El Rigat estaba donde hoy El Corte Inglés. Y dice su leyenda que allí el millonario Muñoz Ramonet encendía los puros con billetes de 1.000. El talento de Marbà, que después ocuparía el lugar honorífico de director nacional de Cataluña, amenizaba las soirées a las damas y los caballeros de la alta sociedad barcelonesa.En el Jamboree de la plaza Reial, Tete Montoliu ponía la heterodoxia del jazz en las noches de una ciudad que así se sentía un poco más europea, a pocos metros de un Liceo más sociedad civil -franquista, por supuesto- que nunca.
Pero mi memoria de la música empieza en la infancia, a principios de los cincuenta, cuando, sentado en la falda de mi padre, contemplaba, con inocente curiosidad cómo buscaba en el mamotrético aparato de radio los conciertos de la Suisse Romande o de la BBC, que, en caso de conseguir sintonizarlos, venían siempre acompañados de un ruidoso conjunto de interferencias. De aquellas fechas recuerdo el profundo impacto que produjo la muerte de Ataúlfo Argenta. De Argenta se contaban maravillas. Se decía que estaba destinado a ser uno de los mejores directores del mundo. Su muerte prematura- y en extrañas circunstancias- en 1958, como la muerte del gimnasta Blume, vino a reforzar la leyenda de la maldición de España.
El destino quería que sus mejores hombres murieran justo cuando estaban llegando a la cumbre. Una pesadilla muy propia de la paranoia de un régimen que encontraba su fortaleza en la magnificación de sus enemigos, los exteriores, los interiores, los físicos y los metafísicos. Mientras, más tranquilos, unos pocos barceloneses bailaban alegres y confiados los ritmos de Ros Marbà en el Rigat.
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