Fuegos de estío
Empezaba a leer un libro este verano dentro de un autobús de línea cuando me di cuenta de que la adolescente sentada a mi lado también leía sin pasar páginas. Cerré con disimulo mi mamotreto de Eça de Queiroz y quise ver por el rabo del ojo los referentes textuales de la muchacha con tirabuzones rastafari: nada más que la lechosa pantalla de su teléfono móvil. Todo el trayecto restante hasta Vigo lo pasó mi compañera de asiento leyendo mensajes que algún enamorado le mandaba -la niña rasta ponía caras felices-, y poco antes de llegar a nuestro destino le dio ella un beso al cuadrado luminoso de su aparatito y tecleó lo que supuse una respuesta cargada de promesas. Salí de la estación de autobuses con tres pesos repartidos entre mis manos y mi conciencia; el maletín de viaje, la novela de Eça suspendida en su primer párrafo, el temor de haberme convertido yo en un embobado ente literario junto a esa hiperactiva o interactiva receptora y creadora de ficciones.Este mismo verano disfruté en pantalla grande Fahrenheit 451, que se ha repuesto 34 años después de su estreno y, al menos en Madrid, aún puede verse en los cines Princesa. Creo que a algunos jóvenes esta emocionante película antigua les ha parecido sólo vieja, y la verdad es que tiene bastantes puerilidades; las tenía ya la novela de Ray Bradbury (¿no las tienen, por su definición, todas las del género de ciencia-ficción?), y Truffaut añadió, en la doliente historia amorosa del bombero y la mujer de una misma apariencia carnal y dos almas, su particular romanticismo de crepúsculo. También se deja sentir el problema de los efectos especiales, 34 años es mucho o es poco, según la industria del cine esté en Europa o en Norteamérica, pero esas escenas de hombres voladores en cruda transparencia sobre el río se han quedado risibles.
Luego está el mensaje, palabra que quizá también está hecha un vejestorio. Bradbury y Truffaut trataron de escamarnos con el retrato exagerado, "tendencioso", de un futuro que hoy ya parece presente. Un mundo permanentemente televisado y controlado por instancias más tecnificadas o más poderosas que el individuo, y en el que cualquier extravagancia de un hombre díscolo o cualquier resistencia de una mujer a los patrones del consumo y la propaganda resultan, no diré que tan peligrosos de muerte como en Fahrenheit 451, pero sí susceptibles de escarnio y postergación. La metáfora catastrofista que sirvió de base al escritor americano y al cineasta francés en su adaptación era, ya se sabe, la lectura. En esa sociedad futura, dominada por el alto confort electrónico y una medicación sistemática que hace sanos los cuerpos y torponas las mentes, leer no es ya superfluo: está terminantemente prohibido, y la policía, a bordo de supersónicos coches de bombero, en vez de buscar delitos va buscando libros que quemar. Como en toda situación dictatorial, hay resistentes, y la parte final de la película, escalofriante y tierna, los muestra en su apartada catacumba fluvial: son los hombres-libro, que, incapaces de conservar las bibliotecas por la persecución de los pirómanos legales del Fahrenheit 451, se han aprendido de memoria las grandes obras literarias, sólo existentes ahora en su memoria y subrepticiamente vivas cuando sus voces las recitan.
Me sigue gustando la película de Truffaut, pero no soy tan apocalíptico. Aún veo en sitios manos pasando páginas, y lectores de cosas más largas que los mensajes de los telefoninos. También dicen los sabios que Internet favorece el renacimiento del género epistolar. El arte siempre ha sido un crimen ritual de paso, y los artistas de progreso se distinguían por su instinto asesino. En siglos anteriores a éste que empieza, los mismos militantes y las vanguardias más sanguinarias fertilizaron el suelo de nuestro ser moderno. Ahora ya no hay asaltos al Palacio de Invierno, sino revoluciones tecnológicas. Que sean para bien, y a los que se resistan no les prendamos fuego. Ni a sus libros.
Babelia
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