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En recuerdo de Lluis Companys

JAVIER UGARTEDe él dijo con desdén Alejandro Lerroux que de ser un modestísimo Don Nadie se había convertido en monigote de la veleta catalana, y otras lindezas por el estilo. Hablaba el Emperador del Paralelo, demagogo de salón, de Lluis Companys, presidente de la Generalitat durante la II República. En fin, qué decir. De panegiristas como Lerroux nos guarde Dios. Y nos guarde, también, de esos otros que con motivo de un homenaje sectario realizado en Irún al President fusilado, han ensalzado su figura como el líder carismático -que nunca fue- del catalanismo étnico, del nacionalismo exaltado, expresión de las "profundidades del alma catalana", de su ser esencial. Flaco favor el que unos y otros han hecho a nuestra memoria histórica (y a Companys, un ser trágico, atravesado por el laicismo y el comedimiento en un tiempo fervoroso y exaltado).

Este episodio, el del homenaje y la hagiografía interesada del President, no es sino una parte pequeña de la miseria actual (la otra, la más inmediata y perentoria, está hecha de asesinatos y de precariedad política). Una parte pequeña pero significativa. Como lo es también esa guerra increíble entre género y tradición instalada en Fuenterrabía e Irún. Esa historia menor que tan profundamente nos marca y tan mezclada está con cierta cultura política.

La memoria colectiva juega un papel relevante a la hora de dar cohesión a las sociedades y darles sentido. Configurarla es una valiosa labor cívica y política de alcance estratégico (y no tanto, como hoy se pretende, labor de una asignatura escolar, la Historia, que debe tener otra función más vinculada al conocimiento que a la paideia). Las sociedades deben realizar un esfuerzo claro en ese sentido. Deben conscientemente crear un recuerdo colectivo que alimente un concentrado moral (no al holocausto, a la esclavitud o a la discriminación) y una cultura política proyectiva y democrática que inspire a los ciudadanos. Así lo hizo, por ejemplo, la tradición ilustrada de EEUU reivindicando la cultura republicana y los derechos civiles. En Europa las cosas son más turbias.

En Europa padecimos el holocausto (con sus distintas caras) y el estalinismo. Y con ello perdimos toda inocencia. Los años veinte y treinta son los que justifican la denominación de siglo de la barbarie (Jackson) para el siglo XX europeo. Ningún personaje de la época se salva del todo de la nefasta influencia del "espíritu de época". Las cosas, sin embargo, no están homogéneamente distribuidas. En Francia o en Gran Bretaña guardan memoria de quienes acabaron con la infamia (la Resistencia o Churchill), y disponen, además, de una noble tradición anterior (la Revolución de 1789 o el parlamentarismo). En España -usted lo sabe- hemos sido menos afortunados: no disponemos de una vieja e interesante tradición, y la infamia murió entubada y en la cama.

Companys fue un demócrata en los años treinta (como lo fueron Azaña o Prieto; o lo fue, a otro nivel, Irujo). Pero fue algo más. Gracias entre otros a él, Cataluña no tuvo en la insurrección del 6 de octubre de 1934 su Lunes de Pascua irlandés. En el contexto de la conocida Revolución de Octubre y el golpe populista catalán de 1934, los escamots (paramilitares de Estat Català), organizados e impulsados por Josep Dencàs (el Pearse catalán; hombre "con inclinaciones fascistas y un cierto delirio de grandeza", según Azaña), esperaron una orden que no llegó para alzarse contra el gobierno. Dencàs y los escamots, ante el estrepitoso fracaso del golpe, huyeron en la confusión. No se inmolaron como los irlandeses. El desprestigio de los huidos fue clamoroso. Companys, por el contrario, se hizo responsable de los hechos y renegó expresamente a toda sacralización etnicista para reivindicar el Estatuto y la Constitución republicana. Fue, desde entonces, la imagen del nacionalismo civil y democrático de Cataluña. Justo lo contrario de lo que pretenden sus panegiristas de Irún (y algún otro que toca de oído).

En recuerdo de Companys y por todos nosotros, recuperemos una sana memoria democrática.

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