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Reflexiones dantescas

Hasta la fecha, los prudentes han venido aplicando al contencioso vasco la siguiente receta: de una parte, proseguir en el acoso policial a los terroristas, y de la otra, hacer de tripas corazón y aguardar a que el PNV vuelva al redil. Detrás de esta propuesta existe una verdad incuestionable: la situación sólo encontrará un arreglo durable con el concurso de los nacionalistas moderados. Las muertes que entre tanto se vayan registrando podrán ser recibidas -y aceptadas- en nombre de una causa que tardará en imponerse, pero que al fin saldrá vencedora. No está mal pensado y, sobre todo, no está mal deseado. Existen, sin embargo, dos factores con los que no se cuenta: el tiempo y el resto de España. Los dos factores guardan una relación estrecha, hasta el punto de constituir, en el fondo, un mismo factor.Me explico: el desastre vasco no interesa sólo a las tres provincias. Afecta al Estado, a la Constitución y al orden civil que nos mantiene razonablemente juntos y en paz a la mayoría de los españoles. Un fracaso del Estado en el País Vasco no podría ser circunscrito, por tanto, a aquella región. Como las cosas andan apretadas, y no es cuestión de malgastar las palabras, ejemplificaré lo que quiero decir con un futurible improbable, pero no imposible. Uno: imaginemos que se acentúa el desorden público. Dos: que lo hace hasta el punto de que las elecciones autonómicas sólo podrían celebrarse con garantías si antes se suspende provisionalmente el Estatuto, o algo por el estilo. Tres: no se quiere dar el paso, y se llega in extremis a un cambalache que confirma la voladura del Estado en la CAV. A muchos efectos, se habría perdido el País Vasco, y esto se sabe y de esto se habla. Pero no se habla de la parte complementaria, que por razones de bulto es más importante aún. Me refiero a que la voladura parcial del Estado podría serlo del Estado en su integridad. En primer lugar, Madrid habría sufrido una derrota moral portentosa, evidenciada por el millón de vascos que se deja sin amparo. En segundo lugar, el Estado carecería de legitimidad y fuerza para contrastar las pretensiones independentistas de otras comunidades. Algunas podrían ser viables como unidades exentas; otras, no. No habría, con todo, ocasión y sosiego para hacer distingos. Ingresaríamos en la anarquía, con consecuencias imprevisibles.

Este paisaje catastrófico desafía a la imaginación. No parece posible que un Estado que, en líneas generales, marcha bien se venga de pronto abajo. Opino, en efecto, que no sucedería tal, porque antes sucederían otras cosas. Pero mi leitmotiv es la generalización del conflicto: apenas empezara a insinuarse el itinerario que acabo de trazar, el polvorín no estaría en Vitoria. Estaría en Madrid.

Existen pesadillas más prosaicas y por lo mismo más creíbles. Verbigracia: estalla un bomba en Madrid o Barcelona y saltan por los aires cinco madres y doce niños. La respuesta imparable sería una gran manifestación popular. La hubo, por cierto, cuando lo de Miguel Ángel Blanco. La gente se echó a la calle y los políticos, nacionalistas incluidos, se pusieron, por falta de alternativas, a la cabeza de la manifestación. Sin embargo, todavía sobrevolaban, sobre la multitud, las manos blancas. Las manos blancas eran una abstracción, pero también un mensaje de confianza en el sistema. Con las manos blancas se concedía holgura al Gobierno y a los partidos para seguir haciendo política. La manifestación en la que pienso tendría el efecto contrario: el de restar holgura a la política. Los profesionales de la política se enfrentarían a un dilema perverso: o el del seguidismo potencialmente irresponsable o el de la deslegitimación vertiginosa. De nuevo, un desastre. Pero no local, sino nacional.

Volvamos al tiempo. En el tercer canto del Purgatorio, observa Virgilio que "perder el tiempo aflige más a quien más sabe". Esto es, debe cundir la prisa cuando la inacción anula oportunidades manifiestas. En nuestro caso, la irrenunciable paciencia se justifica por el carácter intrínsecamente problemático de la situación: nadie sabe, de momento, qué hacer, y se da tiempo al tiempo. Esta receta puede ser buena. De hecho, la recomienda el propio Dante en El Convivio -IV, II, 10-. Pero urge comenzar a saber, porque desconocemos en realidad en favor de quién conspira el tiempo.

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