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Bajo el síndrome del consenso

La nueva dirección del PSOE ha anunciado un estilo de oposición sin precedente en los veintitantos años que llevamos de democracia. Hasta ahora, y prescindiendo de la etapa constituyente y de los momentos posteriores al golpe de 1981, la oposición nos tenía acostumbrados a una sencilla forma de conducta: todo vale con tal de destruir al adversario para desalojarlo del poder. Fue de esa índole la practicada por González hace veinte años, cuando no dudó en caminar por el filo de la navaja con tal de acelerar la descomposición del Gobierno de Suárez; pero fue también de idéntico tenor la ejercida por Aznar después de su amarga frustración de 1993, cuando creyó que González era indestructible si no lanzaba contra él toda la basura posible, real o imaginada.Este ejercicio de la oposición mostraba la escasa consistencia que había alcanzado en nuestra cultura política una dimensión fundamental de la democracia: el acuerdo sobre los procedimientos. No hay democracia posible si cada cual fuerza a su antojo, por mantenerse en el poder o por conquistarlo, las reglas establecidas. Este consenso básico es lo que impide a la oposición tratar al Gobierno como ilegítimo y justificar el empleo de cualquier medio para derribarlo. Naturalmente, cuando las reglas no se respetan, puede temerse lo peor: insultos y descalificaciones, fragilidad de las instituciones y perplejidad de la ciudadanía, asombrada ante la virulencia del desprecio mutuo que son capaces de almacenar los profesionales de la política.

Rodríguez Zapatero ha vivido de cerca esa historia y da la impresión de sentirse liberado de sus ataduras. Hasta el momento, la oposición anunciada evita las manidas descalificaciones del adversario, por sus orígenes, por ser la derecha de toda la vida, la heredera del franquismo, y cosas así, todas carentes de sustancia para afrontar las cuestiones pendientes. Hay, en sus primeras manifestaciones, un énfasis en lo contrario, en las ganas de colaborar, en la disposición a buscar acuerdos con el Gobierno y a mantener incluso una agradable relación con su presidente.

La voluntad de romper con lo peor del pasado, si cierra un periodo de relaciones agrias y mutuamente destructoras entre Gobierno y oposición, corre sin embargo el riesgo de encapsular todo en el apartado de temas de Estado. Quizá como consecuencia indeseable del acuerdo exigido por la resistencia antiterrorista, la Ley de Extranjería, la reforma de la justicia, las humanidades, el Reglamento del Congreso, las pensiones, todo, al parecer, anda necesitado de políticas de consenso y, por tanto, de hurtarlo a lo que peyorativamente definen como debate partidista, como si se tratara de un mal que fuera preciso evitar a toda costa.

Pero si hay que felicitarse por el restablecimiento del respeto a las reglas de juego y a las funciones institucionales de cada cual, causaría un daño mayúsculo a la calidad de la democracia extender a los actos de Gobierno un prejuicio favorable al consenso. Con IU en la UVI, el PSOE es, más que nunca, la oposición y lo propio de la oposición, su razón de ser, consiste en discutir las propuestas del Gobierno. La democracia no tiene alternativa como régimen porque es el único que garantiza, a la vez, el consenso sobre las reglas y el debate sobre las políticas: tan dañino para su salud es romper lo primero como eludir lo segundo.

Cerrada, por tanto, la etapa del todo vale, de la oposición se espera que discuta las propuestas del Gobierno, no que busque ansiosamente el consenso. Tendrán que medir los nuevos dirigentes si, por lanzar el péndulo hacia el otro lado, no se estarán pasando de rosca hasta caer en brazos del Gobierno. No son unos advenedizos y seguro que no caerán, pero en sus primeras salidas al escenario hay algo como blando en el fondo y estereotipado en la forma: un excesivo deseo de que el Gobierno adopte políticas susceptibles de mostrar al público lo constructiva que la oposición va a ser en el futuro.

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