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Volver al cole

KOLDO UNCETAAunque aún falten tres semanas para que entremos oficialmente en la nueva estación, todo comienza ya a oler a otoño. Poco a poco van quedando atrás imágenes y sensaciones ligadas a la ausencia de horarios, al descubrimiento de nuevos paisajes, a la posibilidad de improvisar la vida de cada día, y al olvido consciente o inconsciente de todo aquello que nos ocupa y preocupa durante el resto del año.

Hay una época en la vida en que la aproximación del otoño está asociada a la incertidumbre y la ilusión generada por el nuevo curso escolar, el temor ante las nuevas materias a estudiar, la alegría del reencuentro con los compañeros, la inseguridad generada al ocupar el espacio de quienes el año anterior eran los mayores. Es la etapa en que el otoño se presenta como un tiempo de expectativas y oportunidades, como una época de transformación y cambio.

Con el paso del tiempo, la llegada del otoño pierde casi todo lo que pudiera tener de ilusionante, o de innovador. Ya no hay carpetas ni bolígrafos que estrenar, ya no hay libros que forrar, espacios que explorar, ni profesores nuevos a los que tantear. La entrada en el mundo laboral convierte generalmente el fin del verano en el reencuentro con la rutina, con los problemas, con la agenda, con el despertador. Comienza de nuevo el tiempo en que se arrancan monótonamente las hojas del calendario con la esperanza de encontrar pronto un nuevo paréntesis en medio de la cotidianidad. De vez en cuando, en épocas de conflictividad laboral, se advierte de la llegada de otoños calientes para anunciar que se retoman las hostilidades suspendidas durante tiempo veraniego. En estos casos, el verano que queda atrás evoca un período de tregua, de congelación del tiempo, de detención de las manecillas del reloj, en espera de que los caprichos del calendario den la señal convenida para plantear nuevos escenarios en los que encarar viejos problemas.

Sin embargo, en este pequeño rincón de Europa, el verano que ahora se nos va de las manos difícilmente evocará en nuestras memorias un tiempo de tranquilidad, de pausa, de letargo. Para algunos, siempre demasiados, éste ha sido el último verano de su vida por expresa voluntad de otros que han dispuesto que así sea. Para muchos, este verano ha representado un tiempo de inquietud, de zozobra, de miedo. Para la mayoría, el merecido descanso se ha visto constantemente sobresaltado por el machacón recordatorio de la violencia en la que, desgraciadamente, nos hemos acostumbrado a vivir.

Antes del período vacacional, el otoño que ahora llama a la puerta había sido mencionado en repetidas ocasiones como plazo máximo para recomponer una situación social y política a todas luces insostenible, como fecha de caducidad para un escenario en descomposición, y como momento propicio para establecer acuerdos y poner en marcha nuevas iniciativas. Pues bien, las noches más frescas y largas avisan de que el esperado otoño está próximo a llegar. ¿Será verdad que las hojas de los árboles arrastrarán en su caída tanta decepción, tanto desencanto, tanta impotencia como las que hemos sentido a lo largo de los últimos meses? ¿Podemos esperar algo nuevo de la estación que se aproxima?

Ciertamente, no hay a la vista demasiados motivos para el optimismo. Y, sin embargo, las gentes de este sufrido país esperan y necesitan todo menos la vuelta a la rutina, al desasosiego y a la impotencia. Nuestra sociedad precisa recuperar la confianza perdida en sí misma, una confianza que algunos líderes políticos se han empeñado en socavar de forma irresponsable en los últimos tiempos. Necesitamos volver a sentir esas sensaciones de la infancia y de la juventud, cuando a la vuelta del verano llegaba un tiempo expectante, sinónimo de cambios en nuestras vidas. Necesitamos recuperar la ilusión por la compra de los libros, los lápices y las carpetas. Necesitamos volver al cole y encontrar allí una voz que tenga algo nuevo que decirnos.

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