La frontera del fascismo en una ciudad alemana
Un miércoles a principios del verano, a las 21.03, Bernd P., taxista de la ciudad de Eberswalde, en Brandeburgo, se vio enfrentado a un aspecto de su ciudad que había ignorado hasta entonces. En la Spechthausener Strasse, un joven se le echó encima del taxi. Falko Lüdtke, de 22 años, chocó contra su coche. Dos horas más tarde moría a consecuencia de un desgarro pulmonar. No se trató de un accidente de tráfico normal, según se descubrió enseguida. Unos segundos antes de la colisión, Falko, un punki de pelo castaño con rizos de rasta, estaba peleando al borde de la calzada. Tropezó mientras luchaba con Mike B., un musculoso cabeza rapada de 27 años con tatuajes por todas partes. La fiscalía de Francfort del Oder está comprobando si Lüdtke fue a parar a la calzada por mala suerte o si fue lanzado intencionadamente contra el automóvil. Pero en la pequeña ciudad nadie quiere saberlo. La mayoría emitió su veredicto hace tiempo. Los grupos de izquierda, de donde procedía el punki, denuncian en octavillas el "asesinato fascista". Lüdtke se ha convertido en un mártir. La mayoría de los ciudadanos prefieren quedarse con la sorprendente versión de la fiscalía, según la cual el caso no tiene trasfondo político.En Eberswalde hay una tradición de hacer la vista gorda. En 1990, ante tres policías que se habían parapetado en una portería, 50 cabezas rapadas borrachos apalearon y patearon hasta la muerte a Amadeu Antonio, trabajador angoleño con contrato en regla. Fue la primera víctima mortal tras la reunificación alemana.
En época de la República Democrática Alemana (RDA), la ciudad era un centro industrial y se está recuperando con dificultad de las consecuencias de la reunificación. La fábrica de productos químicos y la de tuberías están desguazadas. En la empresa de construcción de grúas donde antes trabajaban 3.000 personas ya sólo quedan 160; en el taller de laminación, el número de empleos se redujo de 2.000 a 300. La histórica fábrica de cerveza, en funcionamiento desde 1868, está vacía y se viene abajo.
De todas formas, los punkis, que se sientan y arman ruido en una gran plaza vacía del barrio de Brandeburgo, su gueto, prefieren otra marca más barata. A las tres de la tarde empiezan a echarse al cuerpo cerveza Sternburg Pilsener, a 64 pfennig (54 pesetas) la lata de medio litro. Muchos llevan largo tiempo en el paro.
Ya en 1989, Falko Lüdtke fue uno de los primeros en teñirse el pelo de colores y en provocar a los ciudadanos sólo con su aspecto. Tenía 13 años y su madre le echaba buenas broncas. Desde entonces trató de encontrar seguridad entre sus iguales. Falko dejó dos puestos de aprendiz, trabajaba sólo de vez en cuando, vivía aquí y allá. Leía el abecé del anarquismo, aprendía a discutir con argumentos y soñaba con la libertad total. Sus peores enemigos los encontraba siempre al otro lado de la ciudad, en el segundo gran barrio de bloques de hormigón de Eberswalde, el de Leibniz, conocido como el gueto de las galletas , y considerado como centro de jóvenes neonazis y de derechas.
Los jóvenes perdedores de ambos bandos han dividido la ciudad en izquierda y derecha, en antifascistas y fascistas. En medio no hay nada. Quien se adentra en la zona de los otros, vive peligrosamente.
El enfrentamiento se cobra víctimas una y otra vez. A un joven rapado que se atrevió a internarse en el gueto de izquierdas le llamaron cerdo nazi y le dieron de patadas en la cabeza. Una semana después atacaron con un cuchillo a un punki en el gue- to de las galletas. La mayoría de los adultos, agotados por la lucha por la supervivencia, hacen como el taxista Bernd P.: cerrar la boca.Falko Lüdtke se arriesgaba siempre más que los otros punkis para impedir semejantes triunfos de la extrema derecha. Se convirtió en héroe de los círculos de izquierda al encaramarse a una chimenea jugándose la vida y colocar una bandera a 70 metros de altura con el lema "destruid el fascismo".
Pero en Eberswalde, el grupo al que se pertenece, depende a veces sólo de si uno crece en el gueto de las izquierdas o en el de las galletas. "Soy de derechas porque todos mis colegas lo son", explica Stefan, de 17 años. A los colegas los conoce desde la guardería. ¿Qué significa para él ser de derechas? "Hombre, nada directamente en contra de los extranjeros", dice Stefan balbuceando. Más bien contra "esos punkis tan raros, contra la droga y todo eso".
Los cuatro jóvenes que están tomándose su cerveza en el Crazy Horse's Saloon, bar al estilo del Oeste americano, son capaces de expresarse con más precisión. Antes actuaban para el NPD (Partido Nacional Democrático, de extrema derecha). Abandonaron el partido porque se enfadaron con uno de sus dirigentes, pero llevan la voz cantante en los círculos poco estructurados de Eberswalde.
El pesado Marco, Pegotito, recorre a veces la ciudad en coche para detectar movimientos del enemigo. Tiene tres gruesas carpetas con citaciones, actas de interrogatorios y contestaciones de demandas judiciales, entre otras cosas, por lesiones corporales y daños materiales. "Pero nunca me han condenado", asegura."¿De extrema derecha? Nuestro pensamiento es nacional", afirma Rudi, que parece un joven empresario con su corte de pelo a la moda y sus elegantes tirantes. El "amor a la patria" y el "deseo de la comunidad del pueblo" forman parte de esto. "Y la fidelidad a nuestras mujeres y niños", añade Rainer, de 18 años, quien intentó suicidarse recientemente porque le dejó la novia. Ahora trabaja de peón y lleva una gorra con el rótulo racistas de la vieja escuela. Dentro de sí guarda una rabia loca. "Aquí los extranjeros tienen vía libre y pueden hacer lo que quieran", dice furioso, "pero en algún momento surgirá el odio. Entonces habrá una revolución y los ciudadanos tomarán las armas". En Eberswalde hay aproximadamente un 1% de extranjeros. Los círculos de izquierdas de la ciudad exigen ahora un castigo ejemplar para Mike B., el compañero de Rainer que supuestamente lanzó al punki Falko contra el taxi. En las manifestaciones se ataca públicamente al "asesino" como "dirigente neonazi conocido en la ciudad", pero en realidad no es así. Su vida parece sacada del archivo de un asistente social.
La madre, que tiene que atender a otros cinco hijos, se deshizo de él poco después de nacer. Mike B. creció en instituciones socialistas especiales: en el Hogar Infantil Amistad y después en la Casa de la Integración Social. Con 14 años ingresó en una de las tristemente célebres casas de trabajo de la RDA, institución de custodia parecida a una cárcel. Como no es demasiado despabilado, Mike B. no pasó del octavo curso de la escuela de educación especial. Después le enseñaron el oficio de mecánico en una fábrica de maquinaria agrícola y se quedó trabajando allí. Luego llegó la reunificación, la fábrica cerró y Mike B. se quedó en la calle. Lo único que tiene es el dinero del paro y de vez en cuando algún trabajillo, casi siempre sin contrato. Roba, le condenan y acaba en la cárcel, y después duerme de vez en cuando en la calle. No hay nada de lo que crea poder estar orgulloso, aparte de ser alemán, sentimiento que le une con los otros fracasados. Cuando tienen dinero, se reúnen en un local llamado Hüttengasthof, donde el pinchadiscos pone canciones alemanas. Mike B. se hizo tatuar una cruz gamada en el cogote.
El fatídico encuentro con Falko Lüdtke se produjo más bien por casualidad. El punki, algo bebido, se enteró de que el tatuado andaba cerca del gueto y le descubrió en una parada de autobús. El punki estuvo casi 20 minutos gritándole que ser neonazi es de imbéciles; da asco ver el tatuaje de la cruz gamada; por qué no piensa un poco más. Mike B., al que no se le da bien discutir con argumentos y también ha bebido cerveza, no quiere pelea. Le ofrece un cigarrillo al punki, pero se lleva un desaire: "Yo no cojo nada de uno de derechas". Llega el autobús. Lo ocurrido después de que los adversarios bajaran dos paradas más allá sólo lo vio un testigo, y éste dice que, en el momento en que pasó el taxi, no vio nada. Mike B. niega que lo hiciera intencionadamente y presenta la muerte del punki como un accidente. Está en prisión preventiva.
© Der Spiegel
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