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Crítica:49º FESTIVAL DE SANTANDER
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Grandeza y prodigio

Hay ocasiones, ciclos o festivales en los que parece primar la musicalidad más rigurosa, sensible y elevada, muy por encima de la música-espectáculo. Así, el 49º Festival de Santander ha sido rico en este tipo de obras, autores e intérpretes. Dos artistas "puros y hondos" hicieron maravillas encantatorias en el Palacio de Sainz de Oiza: el bajo Samuel Ramey, con la Orquesta de Lituania, dirigida por Julius Rudel, y el violinista Frank Peter Zimmermann (Duisburg, 1965), con la Orquesta Sinfónica de Colonia, conducida por Semyon Bychkov (Leningrado, 1952, nacionalizado norteamericano en 1983), han puesto en alto el pabellón de "la música ante todo".Zimmermann pertenece a esa rara casta de intérpretes en los que la perfección sirve a unos conceptos de belleza trascendente. Su violinística nos trae el recuerdo de Arthur Grumiaux, maestro belga de la técnica, el pensamiento y el estilo. Y en este caso, Zimmermann conmovió a la audiencia que llenaba la gran sala Argenta con una de las partituras concertantes más atractivas y prodigiosamente mágicas de Serge Prokofiev: su Concierto en Re, op. 19. Si la partitura anticipa lo que será la madurez del gran ucranio desde su íntimo repertorio dinámico y su genial disposición de las regiones sonoras por las que discurre su primorosa lírica, la versión respondió con precisión milimétrica y pulsación humanísima. Y es interesante constatar cómo Zimmermann, la excelente y superflexible Sinfónica de Colonia y Bychkov triunfaron y provocaron las más entusiastas aclamaciones desde su mensaje artístico sin concesiones, oro puro, hermosura sentida, realizada y bruñida.

La jerarquía del bajo Samuel Ramey, la estatura de su talento musical y dramatúrgico, brillaron con poder de fascinación en su programa dedicado a una serie de visiones operísticas de Mefistófeles, que fueron desde Mayerbeer en su Roberto (1831) al Libertino, de Stravinski (1951), pasando por Berlioz, Gounod. Boito y Offenbach.

Entre tantas velas encendida a Dios por el festival -desde el gregoriano a la polifonía o los cantos ortodoxos-, Ramey hizo brillar con potencia cegadora un cirio dedicado al ángel caído. En fin, triunfó siempre la belleza absoluta gracias al dominio, la versatilidad y el impulso expresivo, sin sobrepasar los límites de la sobriedad; gracias al arte, la dicción, el fraseo y la teatralidad de Ramey.

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