El amigo objetor
La dimisión de Pierre Chevènement como ministro del Interior, anunciada hace ya días y consumada ayer, es consecuencia de la radical oposición de este peso pesado de la izquierda francesa a los planes de su viejo amigo, el primer ministro Lionel Jospin, de dotar a la isla de Córcega de cierta capacidad legislativa autónoma. Chevènement anunció que un plan semejante sólo se realizaría pasando por encima de su cadáver político. El primer ministro ha decidido seguir adelante con el proceso de autonomía, y el ministro del Interior ha sido fiel a su palabra. Se le puede acusar de muchas cosas, pero no de inconsecuencia. Es la tercera vez que dimite de un ministerio por discrepancias con la política de su Gobierno. La salida de Chevènement sume al Gobierno en una crisis seria. Llega en un momento especialmente inoportuno para Jospin, que quería remodelar el Gabinete en septiembre. Entonces saldrá otro peso pesado, la ministra de Empleo y Solidaridad, Martine Aubry, que presenta su candidatura a la alcaldía de Lille.
Pero la separación de estos dos viejos amigos, Jospin y Chevènement, es ante todo reflejo del debate sobre el modelo de Estado que ha alcanzado ya de pleno a Francia. Jospin cree poder resolver el conflicto corso, incluyendo su expresión terrorista, con la implantación de una autonomía que incluiría ciertos poderes legislativos pero cuyo alcance no es ni remotamente comparable con las competencias de que gozan las comunidades autónomas en España. Chevènement considera que tal concesión es reconocer un privilegio y supondría desatar una dinámica de reivindicaciones nacionalistas en el País Vasco-francés, en Bretaña y otras regiones, lo que pondría en peligro la cohesión y unidad del Estado francés. Probablemente no tenga razón ninguno de los dos. Es tan inverosímil que los nacionalistas radicales y los terroristas corsos se manifiesten satisfechos y declaren zanjado el conflicto como que la República Francesa entre en un proceso de disolución por este acuerdo.
El centralismo del Estado francés, en su tradición jacobina, tiene cierto carácter anacrónico en los tiempos actuales, en que se combina la dinámica supraestatal de la Unión Europea con la descentralización de cada Estado de acuerdo con el principio de subsidiariedad. No es, por tanto, disparatado que París delegue competencias de autogobierno a una comunidad insular con características propias bastante definidas. Pero también es comprensible que sean muchos los franceses que ven esta concesión como una prima al nacionalismo más violento en el Estado francés, que no sólo incrementará las demandas en la isla sino que incentivará movimientos similares en otras partes de su territorio.
Algunos nacionalismos periféricos en España han demostrado en las últimas dos décadas una insaciabilidad en sus demandas que, sin duda, no anima a muchos franceses a acometer un proceso similar de descentralización. Y la actualidad demuestra trágicamente cuáles pueden ser los resultados de generar en ciertos sectores nacionalistas la convicción, falsa o no, de que el terrorismo produce réditos.
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