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Paisajes veraniegos

El verano, y especialmente el mes de agosto, es un tiempo propicio para mirarnos en el espejo de una realidad cuyos perfiles más relevantes suelen acabar por difuminarse en la cotidianidad del resto del año. Este espejo nos lo proporcionan los amigos de otros lugares que, coincidiendo con estas fechas, nos visitan y con los que encontramos la oportunidad de compartir una cena, un café o una conversación. En estas charlas de verano, nuestros huéspedes nos interpelan acerca de algunos aspectos del entorno que nos rodea y que, a fuerza de convivir con ellos, acaban por convertirse en parte del paisaje. Uno de estos aspectos es el que se refiere a la asfixiante proliferación de símbolos -pintadas, pancartas, etc.- con que los simpatizantes de ETA adornan nuestras carreteras, nuestras calles, y hasta nuestras playas.Para el visitante acostumbrado a recibir una información convencional acerca del convulso escenario político vasco, la inmersión que realiza en este mar de banderas, pancartas, pebeteros, etc. representa una toma de contacto muchas veces desconcertante con nuestra realidad más cercana, que genera un torrente de preguntas e interrogantes sobre la misma. Y para quienes convivimos con ese paisaje durante todo el año, la interpelación que se nos hace sobre el mismo representa un reto que nos obliga a explicar/explicarnos unas cuantes cosas. Con paciencia, apurando la botella de vino, tratamos de poner en orden nuestras ideas y ¿razonar? por qué si el 95% de la población vasca está en contra de la violencia, las calles de nuestros pueblos y ciudades parecen reflejar todo lo contrario.

Es evidente que, en los tiempos que corren, la función principal de la propaganda política no es la de lograr nuevos adeptos para la causa, sea ésta la que sea. Resultan más importantes otros efectos, de carácter más bien interno sobre el propio grupo: se trata de producir la sensación de ser muchos, de tener fuerza, con el objetivo de aumentar la cohesión y eliminar las dudas. Hoy en día, en general, la gente no se adhiere tanto a unas ideas como a una mayoría o, cuando menos, a un grupo que por su amplitud, resulte suficientemente confortable. Lo mismo ocurre con las deserciones. Cuando una fuerza política comienza a perder peso, los militantes y simpatizantes salen en desbandada. Por eso, cuando las críticas arrecian es importante sentirse arropado, tener la sensación de pertenecer a un colectivo suficientemente numeroso. Así, aunque extramuros al grupo se oiga un clamor contrario al mismo, dar la sensación de fuerza resulta un buen antídoto frente a las tentaciones de abandonar.

En el caso concreto del mundo que rodea a ETA, la propaganda desplegada específicamente durante el verano tiene también otro objetivo. Éste consiste en dar la impresión al visitante de que existe una mayoría que respalda sus tesis o, al menos, no es contraria a las mismas. Para lograr ese efecto, no se habla, por ejemplo, de miembros de ETA muertos o encarcelados. Se habla de militantes vascos, tratando de identificar así la situación de una organización con la de todo un país. Si partimos de que la mayoría de la población foránea vive generalmente sus vacaciones de espaldas a los medios de comunicación, la resultante es que la idea que finalmente se harán muchos de su paso por el País Vasco estará mediatizada por el impacto visual de la mencionada propaganda en la calle.

De acuerdo, responden nuestros amigos mientras abrimos otra botella. Pero, ¿y el resto de la población, que de manera abrumadoramente mayoritaria está en contra de ETA y la violencia, cómo convive todos los días ese paisaje? ¿No le produce incomodidad? Buena pregunta, sí señor. Claro que le produce, pero aquí ya nos hemos acostumbrado a hablar de las incomodidades en privado, en estas pequeñas charlas entre amigos. Nos hemos resignado a decorar a nuestro gusto sólo el interior de nuestas casas. Lo demás, las calles, las plazas, las carreteras, las playas, están, hoy por hoy, fuera de nuestras posibilidades. La violencia ha cambiado, también, nuestros paisajes.

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