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Tribuna:Un relato de Manuel Rivas
Tribuna
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La mano de los paíños / 5.

Manuel Rivas

RESUMEN: Tras un accidente, al narrador le han reimplantado una mano amputada y su amigo Castro ha muerto. Desilusionado, comprueba que la mano no es la de Castro, que, con tres paíños tatuados, siempre le había fascinado. Sin esperanzas de recuperar la sensibilidad en esa mano, acepta llevar las cenizas de su amigo desde Londres a su Galicia natal, donde le recibe la madre de Castro.

Si no fuera por esta ventana, yo ya no estaría aquí, dijo la madre de mi amigo Castro.Comprendí lo que quería decir. Aquella ventana, con la ensenada del Orzán agitada, era un espectáculo hechizante. Veías todos los caballos del mar, ¡caballos, caballos!, atrapados en un circo.

¿Usted recuerda cuándo se tatuó los paíños? Se lo pregunté cuando tomábamos el café. Como de pasada. Pensé que ya no le resultaba un total desconocido.

Eso fue mucho después, dijo la señora.

Estaba ida en otro tiempo.

El día de Año Nuevo continuó hablando con su propio hilo, ése fue el día en que tiró pan desde lo alto del monte. Yo lo había despertado muy temprano, mientras todos dormían. La de la víspera había sido una noche larga y alegre.

Pasaron por casa los de la comparsa, los amigos de Albino, mi marido, que eran muy parranderos. Albino tocaba aquella concertina. La había comprado en Lisboa, con su primer sueldo, cuando era marmitón en un paquebote que transportaba madera. Cantamos, salieron cuentos, hasta que nos dimos cuenta de que Tino estaba dormido en el suelo, con la Karenina de almohada.

¡Karenina, Karenina! Yo estaba viendo a Castro, a quien ella llamaba Tino, en Londres, cada vez que acariciaba un perro con la mano de los paíños. Los amansaba así, en el parque o en la calle, extrañados los dueños de aquella repentina confianza.

¿Karenina?

Era una perra que él tenía, explicó la madre de Castro. La había encontrado Albino extenuada, en una cala. La gente llegó a la conclusión de que tenía que venir de un barco que había desaparecido en esta ruta, un carbonero llamado así, Karenina. La perra no extrañó nada la casa, y yo creo que fue por el niño. Lo cuidaba como a un cachorro. Cuando él se escapaba a las rocas, y el mar estaba bravo, le ladraba para que se apartase. ¡Karenina!

Lo del pan, lo del pan, fue en Año Nuevo. Se me dio por ahí, dijo la madre de Castro, como si tuviese una corazonada. Había oído decir de antiguo que si tirabas el primer pan del año al mar, salvabas la vida de un marinero. Ya se había perdido esa costumbre. Pero yo aquel año desperté al niño y lo llevé a los acantilados de San Pedro para que fuese él quien tirara el primer pan de la hornada. A él le debió parecer un disparate. Miraba hacia el fondo, donde el mar afila los dientes, pero no soltaba el pan. Entonces le grité: ¡Es por tu padre, Tino! ¡Échalo por papá! Creo que durante mucho tiempo me guardó rencor por aquello. Y es que luego debió pensar por su cuenta que era brujería.

Bebió un sorbo y se levantó para poner otra vez la cafetera. El café frío, dijo, es un veneno. Cuando se sentó de nuevo, con el café humeante, su mirada siguió el vuelo de un cormorán. Temí por un instante que perdiese la memoria con el zambullido del ave.

Pregunté: Entonces, ¿no funcionó lo del pan?

Sí, sí que funcionó. Fue un milagro. Pero él no lo supo. Cuando lo de la guerra, Albino tuvo que esconderse. Todas las mañanas aparecían muertos en las playas. Sabíamos que iban a venir a por él. No sólo por las ideas, sino porque había uno que se la tenía jurada, uno que llamaban cabo Caimán. No le perdonó que, en el carnaval, Albino le cantase con la concertina, al frente de la comparsa: ¡Se va el Caimán, se va el Caimán, se va para Barranquilla! Se cruzaba con él y advertía: ¡Ya hablaremos tú y yo, Albino, ya hablaremos un día de éstos! Él sabía el infierno que nos venía encima. Y así fue. Durante mucho tiempo, un día tras otro, lo vino a buscar. Revolvía toda la casa, pero no lo encontró. Albino vivía como un topo. Su mejor escondrijo era una gruta, la que llaman del Congro. Cavó un agujero que iba a salir a la ladera del monte, muy cubierta de arbustos. Yo tendía la ropa y le dejaba comida debajo. Vivía como un topo, como un conejo. Pero nadie sabía nada. Al niño, primero, le dije que se había ido a América. Y un hermano mío, que estaba en Buenos Aires, enviaba cartas con el nombre de Albino en el remite. Para hacer el paripé con el cabo Caimán. Éste venía y decía burlón: Así que está en América, ¿eh? Y husmeaba por toda la casa.

Al niño le hacían mucha ilusión aquellas cartas. Mi hermano era muy ingenioso y todo lo convertía en cuento. Le hablaba de unos cuervos de la Patagonia que pescaban abriendo un agujero en el hielo con el pico y usando sedales que robaban a los hombres. Y que había un lugar en la Pampa que cuando venía un temporal muy fuerte del mar, y llovía en aguacero, caían también arenques ya ahumados por el rayo. Y que había unas orugas que se camuflaban con la forma y el color del excremento de los pájaros que ansiaban comerlas, y así se salvaban, simulando ser mierda, dispensando. Al niño se le encendían los ojos y guardaba aquellas cartas, las cartas que creía de su padre, en el colchón de la cama.

Sería para soñar con ellas, añadí yo, pellizcando la mano tonta por debajo de la mesa. Ahora estaba viendo a Castro, en el Old Crow, reviviendo aquellas cartas como si fuesen cuentos propios.

A mí me dejaba de lado. Casi no me hablaba. Sobre todo después de lo de Karenina. No hubo otra salida que deshacerse de la perra. Porque ella sí que sabía que Albino no estaba en América. Ladraba desde los peñascos hacia la gruta del Congro y yo tiraba piedras para alejarla de allí. La ataba, pero el niño la soltaba cuando yo iba al trabajo. Yo era cigarrera, ¿sabe? El humo nos dio de comer. Bien, pues me di cuenta de que Karenina también había olfateado la madriguera que daba al monte. Y aquella noche decidí llevarla al otro lado de la ciudad, a Eirís, a casa de una compañera mía que tenía una huerta donde dejarla presa. Al niño le dije la primera mentira que se me ocurrió. Karenina se marcha por donde volvió, por el mar. Eso le dije. Fíjese que tontería, con lo listos que son los niños. Él me cogió más rabia. Debía pensar que yo me dedicaba a hacer desaparecer las cosas que él quería. Y fue en aquel tiempo cuando pasó lo que tenía que pasar. Pensé que esta vez la madre de Castro no iba a salir del pozo del silencio. Un pesquero zafaba entre las crines del temporal. Ha de ser de Malpica, murmuró ella. Cuando por fin salvó la línea de la Torre, cerró los ojos y suspiró.

Albino venía algunas noches a casa, en las invernadas, cuando no se acercaba por aquí ni el Caimán. Y pasó, dijo la madre de Castro, que quedé preñada. No tuvimos otro remedio que buscar un apaño. Y hablé con un primo de Albino, un solterón. Trabajaba en el Muro, en la lonja del pescado. Troito, Troitiño, era muy buena persona. Grande como una grúa. Era un pedazo de pan, de mucha confianza. Algo simple, eso sí. Lo convencí para que viniese a vivir a casa, para que aparentase que éramos hombre y mujer y que la criatura que yo llevaba dentro era de él. Pero antes, antes tuve que armar una mentira peor. Para el niño. La de que Albino había muerto. Y a Tino ya no le llegaron más cartas.

Él nunca aceptó a Troito, dijo la madre de Castro. Nunca le dirigió la palabra, como si no lo viese. Y eso que el hombre trató de tocar la concertina y todo. Yo parí una niña. Y la niña sí que fue como una hija para Troito. Llegaba por la mañana, que hacían las descargas por la noche, y mecía a Sira con aquellos dos brazos que tenía, como ramas de roble. Y se veía que al niño le roía por dentro aquella estampa. Creció muy solitario. Salía de la escuela de doña Elvira y volaba hacia los peñascos, siempre con el sedal en la mano. Pillaba de todo. A nosotros nos trataba como a tres extraños. Se sentaba en la mesa y no levantaba la cabeza del plato. Pero la niña pudo con él. Era muy linda, la Sira.

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