Huesca, Hernani, Vitoria
Los guardias civiles Irene Fernández y José Ángel de Jesús, asesinados ayer en un pueblo de la provincia de Huesca, elevan a 202 el número de miembros de ese cuerpo víctimas de ETA. Su muerte no puede dejar indiferente a ninguna persona decente, y tampoco los intentos de banalizarla como una "expresión del conflicto". Los muertos son muertos, no piezas de un juego político terminado, el cual resucitan. Los jefes de ETA no consideran necesario justificar cada uno de sus crímenes en particular. Matan para demostrar que son capaces de atacar a cualquiera en cualquier lugar. Empresarios nacionalistas o jóvenes guardias civiles, el mensaje es siempre el mismo: podemos hacerlo, y lo haremos mientras no cedáis. El chantaje se plantea a todos los ciudadanos, y por eso los muertos, todos ellos, son de los nuestros. Tampoco los amigos de los terroristas se consideran ya obligados a justificar los asesinatos: se limitan a constatar su existencia como prueba de la gravedad de un problema que "genera sufrimientos en todos los sectores de la sociedad"; como si se tratase de un fenómeno atmosférico y no de la deliberada opción por el asesinato de unas pocas personas alentadas por la insensibilidad moral de quienes les respaldan.
Por ejemplo, los concejales de Hernani que, como antes los de Markina, han pretendido utilizar el Ayuntamiento para homenajear a los etarras muertos cuando pretendían matar. Que tengan mayoría en el municipio no les otorga competencia para hacer algo ilegítimo. La reacción del Tribunal Superior del País Vasco suspendiendo el acuerdo y la intervención de la Ertzaintza en defensa de la legalidad marca un camino que nunca debió haberse abandonado. Ha sido la mezcla entre sensación de impunidad y apariencia de legitimación por parte del nacionalismo democrático lo que ha creado la atmósfera en la que ha germinado el fascismo abertzale. No será fácil desmontarlo, entre otras cosas porque se ha instalado la cultura de las cesiones frente a la amenaza. Pero la detención en Vitoria, por parte de la policía vasca, de varios activistas de ETA con material preparado para matar es otra noticia alentadora, en un contexto que los amigos de los terroristas quisieran dominado por el derrotismo de que es mejor no hacer nada, porque "la solución no es policial".
Los pretextos que ETA invoca para aplazar una y otra vez su autodisolución son artificiales: no existe una discriminación social como la que padecieron los católicos en Irlanda del Norte, o una marginación política como la de los palestinos en Israel. En Euskadi, sin terrorismo, habría los mismos problemas que en cualquier otra sociedad pluralista, y si ETA no estuviera presente, nadie la echaría en falta. Invocar la existencia de cientos de presos etarras como justificación de la persistencia de ETA es tomar el efecto por la causa.
Es evidente que la unidad de los demócratas no bastaría para que ETA decidiera disolverse; sin embargo, se sabe, por textos internos de los propios terroristas, que sus mayores dificultades se han producido cuando ha tenido enfrente a todas las fuerzas democráticas unidas en torno a la defensa de unos principios compartidos. Es decir, en los primeros años del Pacto de Ajuria Enea, cuando se consideraba normal que los partidos relativizaran sus diferencias sobre otras cuestiones frente a la urgencia de acabar con la coacción de ETA. No es el momento de adjudicar responsabilidades, pero hoy parece claro que fue un error sustituir esa disposición por otra en la que la frontera principal era la que separaba a nacionalistas y no nacionalistas. Como tantas veces, ha sido la propia organización terrorista la que ha vuelto a poner de manifiesto la artificiosidad de esa división.
La ofensiva de ETA ha suscitado la aparición de voces críticas contra Lizarra en el PNV, y esas voces han dado a Interior la ocasión de modificar su postura respecto al diálogo con el nacionalismo; a su vez, la rectificación de Mayor Oreja ha proporcionado al Gobierno vasco la excusa que necesitaba para plantearse la posibilidad de un foro de partidos democráticos, es decir, con exclusión de HB. La fórmula que antes propugnaba, para marcar distancias con el Pacto de Ajuria Enea, un diálogo "sin límites ni exclusiones" -es decir, con presencia de quienes justifican el asesinato y la coacción fascista- era un sinsentido.
Al abrir ayer esa posibilidad, el portavoz del Ejecutivo de Vitoria demuestra más realismo que otros dirigentes de su partido: mantener la apuesta de Lizarra una vez hecha la prueba de que no llevaba a la paz estaba conduciendo hacia una nueva explosión como la que siguió al asesinato de Miguel Ángel Blanco; pero ahora, sin un Ardanza que se pusiera al frente de la manifestación contra los criminales y sus cómplices.
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