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Sombras sobre un tribunal

En 1993 vio la luz un tribunal que, con sede en La Haya, debía juzgar eventuales crímenes de guerra y contra la humanidad -en su caso, también, delitos de genocidio- cometidos durante los conflictos bélicos que han acompañado a la desintegración de Yugoslavia. Al cabo de los años transcurridos el tribunal ha procedido a encausar a varias decenas de ciudadanos serbios, croatas y bosnios, que presuntamente protagonizaron hechos delictivos con ocasión, ante todo, de la guerra de Bosnia. Pese a las quejas de algunos agentes locales, no parece que el trabajo de la instancia que nos ocupa se haya caracterizado, en este ámbito, por la falta de independencia o por el designio de estigmatizar a los miembros de un grupo étnico determinado.Con el paso del tiempo se han revelado, sin embargo, varios hechos que ponen en entredicho, y con crudeza, la independencia del tribunal de La Haya. El primero tomó la forma de una omisión, en virtud de la cual Slobodan Milosevic y Franjo Tudjman, los presidentes de Serbia y de Croacia diez años atrás, quedaron al margen de las acciones de aquél, algo que a la postre condujo a una interpretación muy extendida: el esquema de intereses trenzado en Dayton en 1995 aconsejaba mantener lejos de cualquier acción procesal a dos de los garantes fundamentales del acuerdo de paz suscrito para Bosnia. Al respecto se sugirió, por ejemplo, que EE UU se había negado a proporcionar grabaciones de conversaciones telefónicas que, mantenidas entre Milosevic y el general serbobosnio Mladic, serían de eventual valor inculpatorio para el primero. Se señaló, también, que las potencias occidentales habían cubierto a Tudjman, uno de sus aliados en la zona, con un sólido manto protector. Las explicaciones ofrecidas para dar cuenta de por qué habían quedado lejos de la acción de la justicia quienes a los ojos de muchos eran los principales responsables de la desintegración violenta de Yugoslavia se antojaban livianas. Se adujo, así, que era difícil vincular a esos dos personajes con delitos concretos, tanto más cuanto que éstos habían sido cometidos en un Estado, Bosnia, que se hallaba fuera de la jurisdicción de las leyes serbias y croatas. Se invocaron, por lo demás, los escasos recursos de un tribunal obligado a concentrarse en las causas de un puñado de personas ya detenidas y constreñido a la hora de ampliar su radio de acción.

La segunda tesitura conflictiva cobró cuerpo en la primavera de 1999 cuando, por fin, el tribunal optó por procesar a Milosevic, a la sazón presidente yugoslavo. La queja ahora se invertía: la misma instancia que durante años se había negado a encausar a Milosevic asumía de la noche a la mañana un comportamiento diferente en un momento en el que el procesamiento se convertía en poderosa arma mediática para legitimar los bombardeos de la OTAN en Serbia y Montenegro. Esquivados con sorprendente rapidez los problemas de los años anteriores, la causa contra Milosevic por eventuales delitos cometidos en Kosovo una vez iniciada la ofensiva de la OTAN se abrió camino en ausencia de investigaciones sobre el terreno y pruebas solventes. Y ello pese a que ahora se hacía valer -lo que no dejaba de tener su importancia- una circunstancia distinta de la de Bosnia: en Kosovo sí eran de estricta aplicación las leyes del Estado encabezado por el propio Milosevic.

Pero ha sido la decisión de no abrir investigaciones sobre los bombardeos de la OTAN del pasado año -en una de sus aristas se suma a la de no procesar a ninguno de los responsables de los cascos azules que operaron en Bosnia durante la guerra- la que ha desbordado la paciencia de tantos. Tras ella es fácil apreciar el designio de exculpar a la OTAN y, con él, el sometimiento a presiones sin cuento. El tribunal, por lo pronto, se ha acogido a la ambigüedad de las normas internacionales, a la dificultad de demostrar la ejecución de posibles delitos y a las presuntas buenas intenciones de la Alianza Atlántica. No ha estimado, como parecía de razón, que la escasa voluntad cooperadora de ésta obligaba a recelar de sus explicaciones y ha asumido, antes bien, e increíblemente, que las versiones de los hechos ofrecidas por la OTAN se ajustaban a la verdad. De forma concesiva, el tribunal ha aceptado la condición militar de los blancos de la Alianza y se ha limitado a recordar que la altura de los bombardeos podía dificultar la tarea de identificación, pese a lo cual ha concluido que el uso de modernas tecnologías reducía al mínimo los errores. En el caso del bombardeo de la radiotelevisión serbia no sólo ha sostenido, en suma, que aquélla podía tener una naturaleza militar, sino que se ha permitido afirmar que el número de víctimas civiles no fue claramente desproporcionado.

Un informe casi coetáneo del emitido por el tribunal, el avalado por Amnistía Internacional, ha llegado, por fortuna, a conclusiones diferentes. En él, y tras recordar que la OTAN nunca explicó qué normas legales humanitarias estaba aplicando, se señala que la Alianza Atlántica habría incurrido en graves incumplimientos de obligaciones legales, como los derivados de ataques premeditados contra objetivos civiles -en algún caso repetidos cuando ya había constancia de que se había dañado un tren de pasajeros- con resultado de un alto número de muertos, entre 400 y 600, entre la población correspondiente. Se llama la atención, también, sobre el empleo de dispositivos -bombas de racimo, proyectiles de uranio reducido- que facilitan el ataque indiscriminado y tienen graves consecuencias ecológicas, y sobre el despliegue de operaciones precariamente planificadas y claramente marcadas por la decisión de que los aviones volasen a notable altura. Por detrás de todo ello, la escasa atención dedicada a las víctimas contrasta con la dispensada a los propios militares de la Alianza, en lo que, del lado de ésta, se antoja una visión muy singular de lo que son los deberes humanitarios.

Con semejantes antecedentes, parece difícil substraerse a la conclusión de que, al calor de la disputa que nos ocupa, el tribunal de La Haya ha mostrado una increíble benignidad cuando ha llegado el momento de enjuiciar a la OTAN. Y ello pese a que tanto el tribunal como Amnistía Internacional han optado por eludir -acaso en virtud de impecables razones legales- una discusión fundamental: la de si el uso de la fuerza estaba justificado habida cuenta de lo que ocurría en Kosovo y la de si merece algún crédito esa superstición que convierte a la Alianza Atlántica en garante del vigor de derechos humanos conculcados. Por detrás de la actitud concesiva para con la OTAN no es difícil intuir lo que hay: el deseo de mantener abiertas las líneas de financiación y los apoyos para las operaciones sobre el terreno, y, con él, el propósito de no granjearse la enemistad de un grupo de potencias entre las que despunta, como cabe suponer, Estados Unidos.

A la posición norteamericana en este embrollo no se le puede negar, con todo, coherencia: encaja a la perfección con el papel que EE UU ha asignado a otro tribunal penal internacional, el precariamente creado en Roma en 1998, al que las autoridades estadounidenses sólo reconocen autoridad, por lo que parece, cuando lo que se trata es de juzgar a los demás. Algo semejante ocurrió en Rambouillet a principios de 1999: por lo que cuentan, los responsables del tribunal para la antigua Yugoslavia mostraron repetidas veces su inquietud ante la posibilidad de que las propuestas en discusión acarreasen el compromiso de mantener lejos de la justicia a unos u otros dirigentes políticos o militares. El mismo país, EE UU, que no hacía ascos a tal horizonte, mostró un repentino interés por el tribunal una vez las bombas de la OTAN empezaron a caer... No es tarea difícil identificar a quien, en las palabras de La Rochefoucauld, "rechaza la injusticia, no por aversión a ésta, sino por el perjuicio que le produce".

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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