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El marco y la fiestaJAVIER MINA

Tener marco incomparable hace mucho. Sirve incluso para que patochadas como la del parchís gigante -en que, albricias de los nue-vos tiempos, cada ficha es una persona y no cada persona una ficha- o las carreras de velomares queden elevadas no ya al rango de festejos, sino ennoblecidas. Y uno se pregunta cómo no organizarán también concursos de flotadores de rueda de camión -con lo antiguo que harían-, certámenes de embadurnamiento corporal a base de aceites bronceadores -irisarían las aguas de la bahía volviéndola más nácar, digo, más Concha- o campeonatos de a ver quién se lleva más arena entre los dedos de los pies. Y es que con marco incomparable cualquier calendario de fiestas queda de lo más lucido. Pero no siempre ha sido así. Me refiero a que el marco siempre ha estado, sólo que lejos de tomarlo por incomparable se le tomaba por cualquier cosa.Para empezar, durante mucho tiempo nadie lo miró, porque no había perspectiva desde donde hacerlo ya que la ciudad caía del lado de la postal y enfrente sólo prosperaban dunas y parameras.

Se tenía en tan poco eso de la panorámica y el paisaje que la propia isla de Santa Clara no se consideró más que como un espacio apenas digno para enterrar a los herejes. Ni siquiera mejoraron las cosas cuando comenzó el turismo, puesto que un entusiasta de la ciudad -tanto que le dedicó libro-, exclamó que "la Concha era el mejor baño del mundo" y, claro, parece natural que el marco incomparable le solazara dado el incipiente y laborioso desarrollo de los retretes. Hoy las gentes se asoman y meten en el marco incomparable recorriéndolo ávidamente en busca de la fiesta, deseando que esté en cada músico, poeta, saltimbanqui, mago y titiritero arrimado a cada tamarindo -signo de los tiem-pos: no dejan que les filmen emulando en eso a David Copperfield o Prince, ¿por qué iban a ser menos?-, en cada corro que encierra más de lo mismo, sólo para descubrir que la fiesta no es más que un estado mental.

Pero, claro, usar tanto la cabeza cansa. Y para que no se les ponga como un bombo -pese a lo festivo que sería- persiguiendo la fiesta entre actividades tan propiamente festivas como el salto de pértiga o el certamen de los ojos más bonitos, los donostiarras han recurrido al viejo truco de sustituir la cabeza por el estómago comiéndose el tiempo o, como quien dice, el espacio al sustituir el programa de fiestas por un plano de la ciudad hecho de recorridos pintxo a pintxo volviendo -qué milagro- comestible el espacio urbano. Bueno, y su guinda, el marco incomparable, al llenarlo lo mismo de volovanes, delicias marinas, koxkeros, tostas, veleros, barquitas, torpedos, delicias marinas o barquetas, que de mare nostrum y de la propia bahía, dado que con esos nombres han bautizado algunas suculencias de su cocina en miniatura.

La pega está en que la barriga llena suele traer mucho sopor a la cabeza haciendo que la fiesta parezca todavía menos fiesta. Y si ya era cosa mental ahora resulta metafísica. Más vale, que siempre nos quedará la Concha con ese delfín que algunos ya empiezan a ver no como mascota del jolgorio, sino hecho canapés.

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