Combatir la pobreza
Desde antesEmma Bonino
Quede claro que no tengo nada contra la mundialización. La considero un fenómeno ya en marcha, que sería un iluso quien tratase de frenarla y que en cambio todos debemos aprender a gobernarla para aprovechar las oportunidades que nos ofrece y conjurar los peligros a que nos expone. Por lo que atañe a la pobreza, de la cual todavía son prisioneros más de dos mil millones de personas, nadie puede negar que precisamente debemos a las dinámicas económicas y sociales activadas por la globalización, novedades espectaculares: por ejemplo, que centenares de miles de personas -sólo en el extremo asiático- hayan salido del mapa de la miseria.También es cierto que hay bolsas de pobreza -a veces extrema- contra las cuales ni siquiera la globalización puede nada si la comunidad internacional no aplica "terapias específicas". Una de las cuales sería, al decir de muchos, la condonación general de la deuda externa que hipoteca el desarrollo de los países más pobres. Asisto con perplejidad al debate vigente sobre este tema, sobretodo por el hecho de que nadie ha encontrado todavía una receta, un criterio eficaz contra el riesgo de ayudar con ello a tiranos que continuarían matando de hambre a sus súbditos y alimentando guerras y cuentas en Suiza.
Europa dispone por lo menos de dos instrumentos eficaces para luchar contra la pobreza, pero todavía no de la voluntad política de utilizarlos. El primero, que permitiría a los países en vías de desarrollo aprovechar los flujos de la mundialización, sería abolir -por parte de Occidente- las barreras comerciales y aduaneras. ¿Pero quién es el valiente, por poner un ejemplo, que se atreve a infringir en Bruselas el tabú de la "Política Agrícola Comunitaria"?
El segundo instrumento sería una gestión de largo alcance -alejada del "síndrome del asedio"- de los fenómenos migratorios que actualmente embisten Europa. Porque si tiene razón quien dice que la difusión de la pobreza es una de las mayores amenazas a la seguridad mundial, igualmente evidente debería ser que la emigración constituye la forma más espontánea y rápida de lucha contra la pobreza.
La emigración (tal como nos enseñaron nuestros padres y abuelos) es la guerra a la pobreza, y no a cargo de gobiernos iluminados o entes internacionales sino de individuos concretos que agarran su destino por los cuernos para tratar de salvaguardar la supervivencia y la dignidad de su familia. A nuestros estados les conviene ayudar a quien honestamente combate la pobreza de este modo, ofreciéndole un contexto de normas claras, justas y aplicables, en vez de multiplicar imposibles barreras físicas y legales.
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