La atalaya más bella
El Campo del Moro, apenas conocido por los forasteros, adecenta sus dos espléndidas fuentes barrocas
No hay en Madrid una hondonada tan bella. Ni tan escasamente conocida. Ni tan cuajada de verdor. Y de historia. Pocos forasteros se aventuran a vadear el Palacio Real, su atalaya, y bajar a la vera del Manzanares hasta el Paseo de la Virgen del Puerto, donde tiene su entrada al público este paraje único, entre las Cuestas de la Vega y San Vicente y la estación del Norte. Es el Campo del Moro, nombrado así por ser en él donde acampara con su horda, en el año de 1109, el invasor musulmán Alí ben Yusuf. Sobre su lar de veinte hectáreas, adquiridas y ajardinadas a principios del Siglo de Oro por Felipe III, se vivieron emocionantes torneos, lances de toros, fiestas palaciegas ornadas de guirnaldas por el día, a la luz de hachones de brea durante noches de brocados de oro, raso y terciopelo. El mismo lugar sirvió como escenario a Calderón de la Barca para su comedia Mañanas de abril y mayo.Pero un día de Navidad de 1734 ardió en el mismo estrago que consumió el viejo Alcázar de los Austrias. Convertido luego en escombrera y secarral, pese a la cercanía del río, languideció un siglo largo hasta que la reina Isabel II encomendó en 1844 al arquitecto Narciso Pascual i Colomer -autor del palacio de Las Cortes y de la reforma de San Jerónimo el Real- un plan para reajardinarlo. El proyecto no se aplicó hasta que la regente María Cristina así lo dispuso, en 1890, y encomendó su hechura a los jardineros Amat y Oliva. Se trata, pues, de un jardín joven, con especies vegetales de treinta familias, centenares de árboles, arbustos, rosas y setos mimosamente cuidados. Su acceso es gratuito y abre todos los días salvo en jornadas de recepciones.
El Campo del Moro flanquea por el Oeste el Palacio Real, cuya imagen alfombra, resaltándola. Alberga tesoros poco conocidos. Dos son los mármoles labrados que humedecen las fuentes de las Conchas y de los Tritones, hitos espléndidos, que figuran entre las mejores fuentes de las trescientas que riegan Madrid de frescura. Entre setos de boj, evónimos y flores aterciopeladas de color añil suave, la de los Tritones se encuentra más cerca del muro occidental de palacio. Procede, presumiblemente, del primer tercio del siglo XVII y estuvo instalada en Valladolid cuando Felipe III trasladó a la vera del Pisuerga la capital imperial. Coronada por un amorcillo, tiene la fuente guirnaldas, mascarones, columnas toscanas, dos victorias y delfines, además de sirenas y ninfas con cornucopias. Tres tritones tenantes, que sujetan escudos, cargan cestillos por donde mana el agua que cae a un pilón de granito desde dos grandes tazas a lo largo de sus cinco metros de altura. Velázquez la incluyó en un lienzo suyo. Barroca, aunque sobria, estuvo en el jardín de la Isla, de Aranjuez, hasta su traslado en 1845. La de las Conchas, del XVIII, fue regalo de la reina Isabel de Farnesio al infante Luis Antonio, hermano de Carlos III y padre de la condesa de Chinchón. Estuvo en los Carabancheles. De diseño atribuido a Ventura Rodríguez, muestra cariátides con palmas, cangrejos, tortugas y conchas jacobeas. Las fuentes fueron desmontadas y enviadas a Rivas Vaciamadrid, tratadas con algodón y agua oxigenada para extraer la costra de microorganismos que las afeaba. Hidrofugadas y reajustadas las trayectorias de sus chorros, han sido remozadas su hidráulica e iluminación, explica Juan Antonio Hernández, arquitecto de Patrimonio Nacional, entidad que supervisa la restauración, que ha durado un año, ha costado 35 millones de pesetas sufragadas por Iberdrola y culmina en los próximos días. Las fuentes, que distan unos 300 metros, se alinean en un eje asombroso sobre el que discurre una de las perspectivas más emocionantes de Madrid, por la profunda serenidad de su belleza. Hay tanta armonía en este paisaje madrileño que la mirada de quien lo contempla en su despliegue por la pradera de verde encendido crece en su recreo hasta la delectación más pura.
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