Amanecer democrático
México se acostó monárquico y despertó republicano. Una votación copiosa, ordenada, pacífica y limpia derrotó, en unas horas, a ese invento político de tiempos del cine mudo extraviado en la era del Internet, ese brazo corporativo del Estado -mitad corrupto y autoritario, mitad pródigo y paternal- que Octavio Paz llamó el Ogro filantrópico: el Partido Revolucionario Institucional. La mañana siguiente no hubo nubes ni smog en el valle de México, sino una inusual transparencia y luminosidad. Parecía que el paisaje urbano se hubiera contagiado de la alegría ciudadana.El país está de fiesta, pero esta vez sin cohetería ni borracheras en las calles. No hay euforia irracional ni relajo irresponsable, sino una alegría serena y profunda, hecha de alivio y satisfacción. Después de cinco fines de sexenio desastrosos, luego de 30 años de alcanzar las primeras páginas de la prensa internacional por razones casi siempre tristes o vergonzosas (terremotos naturales o sociales, escándalos de corrupción y drogas, asesinatos y guerrillas), los mexicanos participamos en un acto cívico colectivo que nos ha ganado un reconocimiento mundial y, lo que es más importante, el respeto de nosotros mismos. No hay soberbia en los triunfadores ni, hasta ahora, espíritu vindicativo en los derrotados. Hay la convicción de que México, al fin, ha llegado a la ribera de la democracia.
Parecía difícil hace apenas unos años. Con diferencias de matiz, las elecciones eran una farsa cínica. A partir de 1995, el presidente Ernesto Zedillo -un liberal puro en economía y en política- entendió que el sistema debía ponerse su propio límite y tomó dos decisiones históricas: afianzar la independencia del Instituto Federal Electoral y respetar sin cortapisas la libertad de expresión. A lo largo del sexenio, y en todos los niveles, los procesos electorales fueron transparentes y crecientemente favorables a los dos principales partidos de oposición: el PAN y el PRD. Por fin, el día D de la democracia, el 2 de julio, el electorado respondió con una sabiduría salomónica: dio el poder ejecutivo a Vicente Fox, el carismático líder que ha abierto un horizonte de esperanza a los mexicanos, pero no entregó a su partido, el PAN, la mayoría en el Congreso (forzando la negociación con el PRI o PRD, o con ambos) y refrendó para el PRD el gobierno de la ciudad de México, equilibrándolo, a su vez, con una asamblea local del PAN. Ante tal panorama, un escritor se preguntó: ¿esto es México o Dinamarca?
Fox y el PAN están preparados para gobernar. Fox lo hizo de manera sobresaliente en el Estado de Guanajuato, con un Congreso de oposición, y nombró como secretario de Hacienda a un técnico priísta. Fue un líder tolerante, inclusivo y entusiasta. Promovió la pequeña empresa, los microcréditos y, sobre todo, la educación a todos los niveles. "Los chiquillos", como él les dice, son su pasión. Y como prueba mayor de su éxito, el 2 de julio los guanajuatenses eligieron al candidato del PAN a gobernador. El PAN, por su parte, tiene una experiencia legislativa de más de 60 años que le será muy útil, porque las batallas fundamentales del sexenio se darán -hecho casi inédito en la historia de México- en las Cámaras. A lo largo del sexenio de Zedillo, el PAN cooperó en términos generales con la política económica y social del presidente. La gran pregunta ahora es si el PRI convergerá selectivamente con Fox o le hará la guerra sin cuartel.
Esta última vía sería suicida. Aunque el PRI atraviesa por un estado de shock, un liderazgo nuevo e imaginativo puede descubrir la inmensa oportunidad que tiene enfrente: pagada la cuota de la derrota (y habida cuenta de que su balance histórico no es, ni remotamente, tan negro como el de sus remotos homólogos en la era comunista), la posibilidad de la alternancia operaría desde ahora a su favor. Ante el rígido conservadurismo religioso y social del PAN y el anacrónico dogmatismo del PRD, el PRI puede reposicionarse como el partido laico y liberal de centro, pero para ello tendría que mandar definitivamente a sus dinosaurios al Parque Jurásico y ejercer una oposición inteligente, responsable e institucional al Gobierno de Fox. Si, a la manera del sandinismo en Nicaragua, el PRI opta por la presión violenta de sus masas corporativas, no regresará jamás al poder, pero forzaría a Fox a subrayar sus instintos carismáticos por encima de las frágiles instituciones, con lo que acercaría al país a un peligroso caudillismo. Tal vez el factor decisivo en el urgente proceso de reforma democrática del PRI será el propio presidente Zedillo, cuyo prestigio nacional no tiene precedentes en los últimos 40 años. Con todo, esta reforma no parece sencilla: en estos días, una rebelión se está gestando contra el presidente, operada por los duros del sistema, con resultados inciertos, pero potencialmente aterradores.
La cohabitación del Gobierno con el PRD será aún más problemática. La tercera fuerza política del país, representada por el PRD, ejercerá con toda probabilidad una oposición radical al Gobierno de Fox y denunciará como un contubernio neoliberal toda convergencia entre el PAN y el PRI. La estrategia tendrá coherencia moral, pero su utilidad política es más dudosa. El PRD tiene un difícil dilema frente a sí. El legendario carisma del general Lázaro Cárdenas se ha deslavado con el tiempo. Algo similar ha ocurrido con su hijo Cuauhtémoc. Nadie pone en duda su gran aporte a la democracia mexicana: tras el fraude electoral de 1988 en su contra, en vez de convocar a una revolución fundó la institución de izquierda más importante de la historia mexicana. Los frutos que el PRD ha cosechado en su breve trayectoria no son pocos ni magros: gobierna varios estados de la República, y aunque la votación del 2 de julio disminuyó su presencia en las cámaras de diputados y senadores, un líder joven de inmenso arrastre popular -Andrés Manuel López Obrador- será el próximo jefe de gobierno del Distrito Federal. Si, en una jugada maestra acorde con los tiempos democráticos, el PRD lograra persuadir al subcomandante Marcos de cambiar las armas por las urnas, la izquierda tendría un par de líderes formidables. Sin embargo, el problema estructural de la izquierda (no sólo del PRD) es su apego a paradigmas insostenibles en el mundo actual. Ese apego produce caudales de buena conciencia, pero no produce votos. Para obtenerlos, el PRD tendría que modernizar su oferta sin sentir que pierde el alma en el tránsito. De no hacerlo, sus posibilidades de triunfo en el futuro cercano parecen escasas. Sólo el efecto combinado de un fracaso de Fox, la descomposición del PRI, un cambio dramático en el contexto internacional y un gobierno sobresaliente por parte de López Obrador puede abrir paso a la alternancia nacional por la izquierda, alternancia que parecería deseable y natural en un país con las carencias y desigualdades de México. El que su discurso crítico no haya prendido en esta elección debería ser el primer motivo de reflexión para el PRD.
La palabra clave en el México de los próximos años será "tiempo". México, es verdad, no tiene tiempo de perder el tiempo. La reforma del Poder Judicial, la implantación de un Estado pleno de derecho, la nueva legislación laboral, la racionalización del sector energético, la regeneración de la policía son sólo algunas de las muchas reformas que no pueden esperar. Y, sin embargo, paradójicamente, el ciudadano debe aprender a darle tiempo al nuevo Gobierno. El PRI tuvo 71 años el poder. Dio estabilidad, paz y crecimiento hasta que, como todo instrumento humano, dejó de servir. A juzgar por la relojería democrática que ha puesto en marcha, el electorado reconoce que Fox ha limpiado el aire histórico de México y por eso, impulsado por su capacidad de trabajo, inventiva y liderazgo, le dará al PAN un margen de tiempo: no 71 años ni 71 meses, tal vez 71 semanas. Tiempo más que suficiente para fundar, como diría Carlos Fuentes, un nuevo tiempo mexicano.
Enrique Krauze es escritor e historiador mexicano.
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