El gran circo del jazz
Uri Caine Ensemble, Claudia Acuña y Al Jarreau. Centro Kursaal. Plaza de la Trinidad, San Sebastián. 25 de julio.
Noche redonda
El circo es un arte serio y honesto que se basa esencialmente en el más difícil todavía, la espectacularidad llevada a sus últimas consecuencias. Se trata de que el público encadene un sorpresivo e incrédulo ¡oh! tras otro más que de ofrecer un contenido supuestamente sesudo. Un arte, el del circo, que nada sabe de sobriedad o falsa modestia y que se magnifica con el exceso controlado.Al Jarreau es exactamente todo eso: el gran circo del jazz. Un espectacular circo de tres pistas con profusión de animales salvajes amaestrados, divertidos payasos de colores y arriesgados trapecistas practicando continuamente el triple salto mortal sin red. Sorprendente y, a la vez, fascinante.
Una fascinación que inundó una plaza de la Trinidad abarrotada y entregada totalmente al espectáculo del cantante de Milwaukee. Al Jarreau bordó uno de esos conciertos inapelables marcados por un ritmo tan contagioso como endiablado y presididos por el arte vocal del más difícil todavía. Nadie se preguntó (como mínimo en voz alta) si aquello era o no era jazz, era espectáculo en estado puro, diversión y la única respuesta lógica era dejarse llevar por el entusiasmo general.
Como si el implacable paso del tiempo no hiciera mella en Al Jarreau, su voz sigue siendo una de las más elásticas del panorama actual, capaz de pasar de lo más bajo al sobreagudo sin solución de continuidad y retorcerse sobre sí misma hasta encontrar los sonidos más increíbles y penetrantes. Sus emulaciones vocales de diversos instrumentos son ya sobradamente conocidas y esperadas, pero más interesantes aún resultan sus tratamientos vocales diferentes para cada tema que convierten cada canción en una pequeña explosión de colores. Derrochando tablas y arropado por un soberbio grupo, dirigido por el pianista Freddie Ravel, bordó en la Trini un completo tratado del arte del entertainment que concluyó, no podía ser de otra manera, con su invocación al Concierto de Aranjuez y la eclosión final, puros fuegos de artificio con todo el público puesto en pie, del Spain de Chick Corea.
Completando una noche redonda, la erupción volcánica de Al Jarreau en el 35º Jazzaldia fue precedida por una reconfortante sorpresa: la presentación de la cantante chilena Claudia Acuña. Afincada en Nueva York, Acuña acaba de editar su primer disco con un título altamente clarificador: Viento del sur. Un viento refrescante el que aporta la joven chilena, que es capaz de pasar de los estándares contemporáneos a bordar un estremecedor Alfonsina y el mar con la sola compañía del contrabajista Avishai Cohen, otro de los héroes de la velada, o ponerle un swing infecciosamente latino al Gracias a la vida de doña Violeta Parra.Claudia Acuña derrocha naturalidad, una voz bella y maleable y un buen gusto exquisito. Acuña repasó en la Trinidad los temas de ese primer disco y concluyó con una revisión del burbujeante Maria, Maria de Milton Nascimento.
Sin lugar a dudas, esta chilena va a ser una de las grandes voces del futuro inmediato.
Antes y después de que la Trinidad se incendiara de ritmo, el pianista Uri Caine cerró su personal bucle ofreciendo tres propuestas diferentes de su enrevesada y atractiva personalidad. Por la tarde abrió boca con sus versiones de Wagner acompañado por dos violines, violonchelo, contrabajo y acordeón. Aunque una audición superficial pudiera indicar lo contrario, este proyecto Wagner es el más transgresor de todos los presentados por Caine en San Sebastián. ¿Qué pensaría el genio de Bayreuth viendo a sus walkirias convertidas en música de brasserie y, además, interpretadas por un instrumento de tan corto linaje como el acordeón?
Schumann siguió a Wagner también en la sala pequeña del Kursaal. Esta vez el tratamiento para tres voces, guitarra y piano se mostró de lo más sugerente. Un verdadero hallazgo cargado de sensualidad. Todo lo contrario de lo que sucedió ya de madrugada en la terraza del mismo centro donde se había anunciado al grupo Zohar, una experiencia bastante radical sobre la música judía, pero que sin dar ningún tipo de explicaciones los propios músicos decidieron convertir en una sesión de rhythm and blues divertida pero típica y tópica.
Posiblemente pensaron que después de Al Jarreau cualquier propuesta radical se habría estrellado ante la indiferencia del personal y optaron por la vía más fácil y contagiosa. Se bailó a gusto y el público trasnochador del Kursaal (la entrada era gratuita) se lo pasó en grande, pero una de las más oscuras y atractivas parcelas de Uri Caine se quedó inédita.
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