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Los Vigilantes de la Playa

JAVIER MINAVerano se viene escribiendo con uve, con uve de mal tiempo, por eso, a nada que haya una nube de menos nos lanzamos a la caza del Uva como si no quedara otro rayo en el mundo. Caminos, carreteras, y helipuertos se colapsan de amantes de la playa bien provistos de tumbonas, empanadillas y radiocasés colmatando los accesos de chapas recalentadas, chillidos nenes, rugidos apremiantes y vaharadas de sudor. Pero, tranquilos, ahora podremos conseguir nuestro lugar al sol e incluso arrimarnos al sol que más calienta sin necesidad de embadurnarnos varices, michelines y pelarras con mejunjes sospechosamente extranjeros, porque contamos con los Vigilantes de la Playa.

Podremos, también, estar en la cresta de la ola o con el viento que más sopla, meternos en aguas profundas, desafiar las corrientes más desviadas y arriesgarnos a la hidrocución tras haber mal devorado la tortilla, la carne fiambre o el grasiento embutido cañí, pero es lo que tiene la bellota, que no sirve para los cerdos ni tampoco -seamos apolíticamente correctos pues tenemos vacación- para las cerdas de aquí. ¿Que deseamos disfrutar de un entorno exclusivo con esas vistas que como las nuestras no hay ni en las postales, que preferimos arriesgarnos a las arenas movedizas, que nos gusta construir castillos en el aire y abandonarnos a magníficos sueños? Ahora es perfectamente posible, porque nos vigilan los Vigilantes de la Playa.

Tampoco debe cortarnos visitar ese chiringuito construido en pimiento de Gernika y espárrago de Tierra Estella para degustar ora el txakolí ora el kalimotxo arrullados por raras bilbainadas y estentóreos do de pecho de la comarca jesuita ejecutados por el mariachi de las Voces Ancestrales. Animémonos a disfrutar bajo su cubierta de paja del maravilloso recital de cuentos sin cuento, de consejas de la vieja y del show de los hombres duros, que nunca han tenido más que una palabra aunque presuman de haberla contravenido sólo por fuerza mayor, como lo es mantener tiesa la cabaña y monolítico el corazón. Vayamos, pues, y disfrutemos por agua, mar, aire y chiringuito, ¿acaso no nos vigilan los Vigilantes de la Playa?

Y démonos con un canto en los morros, como vulgarmente se dice, por contar con tan aguerrida muchachada a nuestro único servicio. Da gusto verlos con el impoluto verdugo que tal vez les bordó la novia o la amatxo, bien encajados los puños (revestidos del cuero negro antihuella obsequio quizá del aitatxo) en la cadera, rozando sugestivamente el cinturón de canana donde brilla de oro pálido la munición y de azul bruñido el hierro, esa nueve milímetros especializada en despachar orgullosamente a quien no se defiende. Qué gusto da ver cómo les cuelga del pecho la carga de dinamita que pone ese toque bananero tan anacrónico, y cómo les remata, me refiero a la apostura, esa txapela con la que quieren hacer pasar por criolla y jatorra la mera y general ansia de poder.

Pero eso no es nada comparado a verlos en acción. Luchando, por ejemplo, contra los tiburones de todo pelo y raza, torciendo las corrientes, doblegando voluntades, imponiendo pareceres, volando por los aires cualquier vehículo por pesado que sea sin temor a que la sobrecarga despache a un vecino o a un indigente ni así sea israelí -¿será por el internacionalismo?- y reuniendo tras su sombra a un coro de exégetas expertos en lavar sangres e inmunes al dolor ajeno. Qué gozada contemplar a nuestros Vigilantes de la Playa pegando todos los tiros que haga falta a un maldito concejal que además de intentar huir -única forma que se le ocurrió al desgraciado de repeler la agresión- tuvo la indelicadeza de ser, en vida, competente y bastante buena persona, por no mencionar que le sobró mal gusto para presentarse a su cita con la muerte acompañado por su esposa y por su hija. Si a eso le añadimos que residía en un territorio tan asqueroso como Málaga y que le bautizaron José María Martín Carpena está dicho todo. ¿Para qué queremos ahogarnos teniendo semejante Vigilancia?

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