Putin y la conjura de los boyardos
El nacionalismo ha llegado al poder en Rusia. A la muerte del Estado soviético no le sucedió el nacimiento, ni la transición a un Estado ruso, sin duda disminuido, pero todavía poderoso y activo. Tras la última caída del zarismo que constituyó la desaparición de la URSS en 1991, siguió, con la presidencia de Borís Yeltsin, un periodo de desgobierno, dominado por unos nuevos boyardos de la era neotecnológica y neoliberal, antiguos servidores del Kremlin a los que se había sumado una clase de managers autodesignados que se independizaron del Estado para repartirse algo más que sus despojos. La instalación en el poder de Vladímir Putin, tan desconocido hace un año como Iván el Terrible antes de su accesión al trono, podría marcar una ruptura con la reciente historia de Rusia.La cosa tiene relativamente poco que ver con la democracia, aunque no hay que descartar que todo sea un día para su mejor asentamiento. Putin es un gobernante autoritario que se está aplicando, de nuevo como el zar terrible en el siglo XVI, a la liquidación de los enemigos del Estado, de los barones de la rapiña industrial, de la división de especuladores, y dentro del paquete, de todo aquel que trate de poner en duda su mandato. Sin llegar al asesinato físico como su antecesor, el presidente ruso sí busca la liquidación política de sus adversarios por los medios legales que un Estado autoritario a medio cocer y sin tradiciones de defensa del ciudadano, pone a su disposición.
De otro lado, Putin habrá de crear su propia nobleza de servicio, su propio equipo de notables sobre los que asentar un poder real, para cuyo ejercicio carece todavía de un partido político digno de tal nombre. A todo ello parece responder la anunciada liquidación del poder de los gobernadores regionales, y su relevo por intendentes nombrados por Moscú, todo lo que le aproximaría más bien a Pedro el Grande, y su tabla de rangos para los nuevos servidores del Estado, a comienzos del XVIII. Y para llegar a esos fines cuenta con el concurso de una antigua institución abolida, pero no enterrada: el KGB soviético.
Como en los más tradicionales colegios ingleses, Eton, Winchester, los antiguos agentes del poder comunista siguen constituyendo de hecho un auténtico old boys 'network, una red intangible de intereses, informaciones y pasado común. Ésos parecen ser instrumentos esenciales para esta nueva transición, que, si el experimento marcha adelante, puede equivaler, ni más ni menos, a una refundación del Estado ruso. Tras el falso Dimitri, que quizá era Yeltsin con su incoherencia, su avidez y su desparpajo etílico, aparece en este fin de siglo una nueva dinastía a la que es posible que le quepa Rusia en la cabeza.
Y los primeros pasos de este zar en movimiento apuntan claramente en ese sentido. Concierto con China, la cuarta o quinta potencia nuclear del mundo, para mostrar a Estados Unidos su oposición al nuevo escudo antimisiles, cuya instalación Clinton ha barajado, y cualquiera que sea su sucesor, Gore o Bush, va a sentir la tentación de desplegar; y, volviendo el gran ruso donde solía, la visita a Corea del Norte para obtener de Pyongyang la promesa de que renunciaría a su propio programa misilístico, si se lo pagan bien. Desaparecida una de las amenazas que justificaban la aspiración norteamericana de hacerse invulnerable, bien que a costa de alterar el equilibrio nuclear, Moscú pasa al contraataque con la primera política exterior nacional que se le conoce, tras el fin del marxismo-leninismo.
La historia de Rusia es la de la imposición de un jacobinismo más que autoritario a la gran nación eslava, que a su vez ejercía una feroz dictadura represiva sobre los pueblos alógenos, más o menos pillados en medio de la expansión imperial. Los años de gobierno caótico y rapaz de los nuevos boyardos, Gusinsky, Berezovsky, Chernomirdin, Potanin, bajo el reinado del inepto Yeltsin, no han sido los de la descentralización política, sino los de la conjura antinacional. Vladímir Putin necesitaría ser hoy, probablemente a un tiempo, el zar Iván, que destruyó a los príncipes enemigos del Estado, y el zar Pedro, que creó el primer Estado ruso moderno y europeo de la historia.
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