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CRÓNICAS

La Gran Vía

Juan Cruz

A veces es mejor pasear por las ciudades cuando no hay nadie y no hay nada; las ciudades bulliciosas alcanzan ahí, en ese momento, su dimensión verdadera y también su anonimato; afloran, como músculos dormidos, los edificios viejos que nunca miramos antes y el espacio cotidiano del viaje parece albergar otra ciudad que antes no existía; pero es la misma: ya sudará. Pero a esta hora los escasos transeúntes parecen los dueños de la calle, porque no hay nadie y en ese instante de la soñolencia urbana son los únicos que caminan por los pasos de cebra prohibidos.Hay, a esa hora, quietud, silencio y unos mendigos; hay un mendigo, en la Gran Vía de Madrid, que anda durante el día, ante la sede de Telefónica, como si acabara de venir de un barco, ensayando los pasos zambos de Pablo Neruda, enorme y majestuoso sobre las piernas flacas y chiquitas. Va pintado de azul, como si quisiera borrar del todo su identidad con una tinta exuberante, de pájaro real disparado como del rayo fuera de un paraíso que nunca le perteneció. Parece un hombre de las afueras del tiempo, alguien que se quiso borrar. Esta mañana, ayer, dormía sobre sus ropas abigarradas y barrocas, como si se le hubieran ido solapando los abrigos, las camisas, las camisetas, y ahora su piel ya fuera la de un acorazado de la pobreza, indigente y blindado delante del lugar donde el mundo se comunica con el mundo.

Antes, hace más de treinta años, aquí venían los inmigrantes y hacían colas interminables y sudorosas para contar por teléfono en Almendralejo o en Canarias, en Barcelona o en Sevilla, en Murcia o en Albacete, que habían llegado, que por fin podrían decir a qué sabía aquel olor a gas que era el centro principal del viejo sabor de la capital. Ahora, delante de lo que fueron aquellas cabinas, hay el póster gigante de un hombre que pasea con su hijo a través de una vereda anónima, y Telefónica ha puesto sobre sus cabezas la identificación de la ciudad, como si hubiera pasado tanto el tiempo: Madrid, ciudad abierta a la comunicación; por debajo de esa vereda caminan seres anónimos a los que alguna vez habría que preguntarles qué comunican, con quién, de qué se han olvidado, por qué hablan solos, por qué han venido aquí, de dónde se han perdido.

El mendigo. A veces lo he visto, a esas horas, calzado como una escultura quieta sobre los bancos sucios de la calle, pero esta vez, ayer por la mañana, casi cada día de esta semana que acaba hoy, ya había descendido del todo al suelo donde dormía como si se hubiera colocado de asfalto, de calle mugrienta en medio de la propia calle.

La Gran Vía. A esta hora de la mañana esa no es la única visión de la vida en medio de la gran ciudad; está llena del pasado de la ciudad, y en ella coexisten ahora la horterada de La Violetera con las ruinas de aquel Madrid que cautivó a Hemingway y fue refugio urbano de Pérez Galdós o de Azaña, pero es, en el centro de la meseta, como un pueblo más, pedregoso y difícil, como si aún no fuera de los hombres sino de la intemperie; alguna vez esta ciudad tendrá una avenida llena de color, como Londres o París, pero de momento nadie parece estar pensando en ello, la tienen así porque no la piensan.

Decía Luis García Berlanga que cuando la limpiaran sería el mejor estudio cinematográfico del mundo y otros piensan que si fuera moderna y limpia sería también el mejor paseo de Madrid; pero ahora es una zona amedrentada y ruidosa por la que circulan ciudadanos cuyo apresuramiento no tiene que ver con la actitud extrañada y sin tiempo de los mendigos. La Gran Vía. Hay que verla a solas, y de madrugada, para entender por qué también es un símbolo vivo de la ciudad cansada de tanta historia.

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