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Crítica:24º FESTIVAL DE JAZZ DE VITORIA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El doblón de oro y la falsa moneda

Demasiado bello para ser cierto: el polideportivo de Mendizorrotza hasta la bandera y John Lewis, en solitario, en el programa del día. Como se sospechaba, la cruda realidad era que el 95% del público estaba allí para escuchar a The Manhattan Transfer. No es por ir contra los gustos mayoritarios, pero la comparación ofendía, porque mientras Lewis depositó sobre el piano un hermoso doblón de oro musical, el cuarteto vocal neoyorquino esparció sin tasa níqueles ratoneros, seguramente fuera de curso legal además.Mucha gente debió de preguntarse qué hacía ese señor tan mayor tocando el piano tan bajito y con tan pocas notas, cuando la norma consiste en amenazar tímpanos con groserías altisonantes. Sucede que esta vez el oído tenía que ir al escenario y no al revés. La sala no era la más adecuada, pero a poco que se prestara atención se podía comprobar que el flamante octogenario estaba ofreciendo un concierto soberano, parsimonioso y esencial, resultado feliz de toda una vida dedicada a la depuración incesante de ideas y formas. La música de Lewis también sonó a fusión: mezcló la imprevisibilidad casi abstracta de Earl Hines, la pureza de líneas de Teddy Wilson, el sentido del humor de Fats Waller y la genial flexibilidad de Duke Ellington. Aún había más componentes, pero todo lo que salía del piano era estricto John Lewis.

Bobby Previte Bump The Renaissance Band/ John Lewis/ The Manhattan TransferTeatro Principal y polideportivo de Mendizorrotza

Vitoria, 19 de julio.

El antiguo director del Modern Jazz Quartet montó un repertorio magno. Todas las piezas eran viejos favoritos (Cherokee, Django, I'll remember april) mil veces refrendados por sus inagotables posibilidades expresivas, y el pianista se concentró en acunar sus melodías con redoblada ternura, en desarrollarlas con sabio comedimiento y en rescatar sus voces internas más íntimas, esos secretos subterráneos que pasan inadvertidos al común de los músicos. También pareció pulsar alguna tecla extra que resonó como el eco de una campana de iglesia afroamericana para añadir una elegante y diáfana tercera dimensión. Seguro que si el piano no hubiera tenido contrato para toda la noche, se habría marchado con ese encantador de compases que tan bien le había entendido.

Pasar de Lewis a The Manhattan Transfer fue como bajar de un Rolls Royce para entrar en un Todo a 100. El grupo vocal anda inmerso estos días en un homenaje a Louis Armstrong con su pizca de despropósito, no sólo porque la fecha oficial del centenario de Satchmo sea el 4 de agosto de 2001 (en 1983, 12 años después de su muerte, se encontró la auténtica partida de nacimiento del trompetista), sino también porque tiene todo el aspecto de una pamplina incolora, inodora e insípida.

Los de Manhattan no regatearon explicaciones tópicas sobre lo grande que era Armstrong y lo mucho que significó para la música del siglo XX. Por eso extrañó que después le negaran en cada canción. Nadie discute que forman un equipo compenetradísimo -no se descarta que la rutina les permita echarse un sueñecito entre palabra y palabra- que funciona bien como grupo de entretenimiento, pero esta vez decidieron montar buena parte del espectáculo sobre los pilares temblones de individualidades sin carácter. A modo de ejemplo se cita la versión empalagosa -mosto con miel- que hicieron Janis Siegel y Tim Hauser de Kiss to build a dream en el más puro estilo Pimpinela, y el otro dúo que se marcaron el propio Hauser y Alan Paul sobre Gone fishing, falsamente campechano e irremediablemente vulgar. Se miraba por todas partes y el espíritu de Armstrong no comparecía; casi mejor, porque cuando al fundador del grupo le daba por enronquecer la voz el resultado era un poco sonrojante y doblemente patético.

Después de hacerle el roto a la memoria de Armstrong, el cuarteto vocal arremetió contra otro icono del jazz, Django Reinhardt, en una versión de Nuages en la que, justo es reconocerlo, sólo hubo heridos de pronóstico reservado. Siguieron un par de baladas somnolientas que causaron bajas en la audiencia; el despertador sonó justo a tiempo y el grupo se desperezó con algunos grandes éxitos, suficientes para despedirse con el público en pie.

Con menos ruido y mucha más música, la excelente banda del batería Bobby Previte, en realidad una verdadera reunión de estrellas alternativas, había brindado por la tarde 90 minutos de sabrosa y sincera contemporaneidad en la sección Jazz del Siglo XXI.

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