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Víctimas de la burocracia

KOLDO UNCETAComo en veranos anteriores, querían experimentar la sensación de los rayos del sol sobre su piel, corretear junto a otros niños, comer frutas y verduras, y sobre todo, sentir cariño a su alrededor. Son los niños de varios orfanatos del extremo polar ruso, de ese confín de la tierra en donde las temperaturas descienden hasta 52º bajo cero, en donde la oscuridad de la noche reina durante muchos meses del año. Un lugar en donde la ausencia de varias vitaminas hace que los chavales sufran raquitismo. Niños que durante meses y meses no pueden salir de las cuatro paredes en las que sobreviven, aislados del mundo, carentes del calor de una familia, sumidos en la tristeza.

Conocí a varios de ellos durante su estancia del pasado verano en el País Vasco. Les ví mirar atónitos las bicicletas que les ofrecían para jugar, los plátanos que les daban para merendar, el sol que les proporcionaba un calor desconocido. Comprobé los esfuerzos de las familias que les habían acogido. Gentes anónimas que gastaron una parte importante de sus ahorros de todo un año para pagarles el billete, para tenerles en sus casas, para comprarles ropa y medicinas, para que pudieran sentirse iguales a los demás chavales de la casa. Gentes que les daban cariño, mucho cariño, a veces en condiciones difíciles, pues no resulta sencillo vencer de golpe los recelos y la desconfianza de quien tiene interiorizado que la solidaridad no existe, que nadie te da nada si no es a cambio de algo. Tuve la oportunidad de ver las despedidas cuando, llegado septiembre, los niños rusos tuvieron que emprender su regreso al frío y la oscuridad. Adioses cargados de emoción, lágrimas en los ojos de los niños en cuyas casas habían estado, lágrimas escondidas en sus padres y madres.

Durante el largo invierno el teléfono ha mantenido viva la esperanza. Una llamada cada dos o tres semanas, capaz de transmitir cariño y esperanza. Ya falta menos para el verano. Ya enseguida estarás de nuevo aquí. Ánimo Nina, te esperamos pronto. Beñat y Garazi te mandan muchos besos. Cuando vengas podrás jugar otra vez con ellos. Pero, de pronto, algo parece que no va bien. Las autoridades consulares españolas comienzan a poner dificultades. Que si han cambiado a los responsables rusos del programa, que si son muchos visados, que si .... Pasan los días y de nuevo se abre la esperanza. Ahora el consulado dice que sí, que no hay problemas, que va a dar los visados. Pero, finalmente, llega la noticia: no vendrán. Al parecer hacen falta tres semanas para poder dar unas decenas de visados. Nina y tantos otros niños y niñas se quedarán en el horfanato, allá en el círculo polar. La burocracia les ha quitado tal vez tres años de vida, aquéllos que las autoridades sanitarias rusas dicen que se alarga su existencia tras unos meses entre nosotros.

Conozco gente que duda de la eficacia de estas acogidas veraniegas de niños rusos o de otras latitudes. Personas bienintencionadas que creen que la solución pasa por cambios en la situación de sus países, que todo lo demás no son sino parches en una herida que no va a curarse así. Pero, ¿y mientras tanto? Mientras tanto generaciones enteras condenadas a vivir en la indignidad del olvido, pequeños que han visto morir a sus padres de mil formas distintas, gentes de carne y hueso que crecerán en la crencia de que tendrán que intentar salir adelante sin confiar en nadie, recelando de todo y de todos.

Esos niños y niñas han sentido el calor de la amistad, la solidaridad de unas familias con las que han vivido unos meses y les han devuelto la autoestima. Esos niños y niñas han podido sentir que no todo son malos tratos, desprecio y olvido. Se han sentido de nuevo personas y les ha gustado. Por teléfono, durante el largo invierno polar, transmitían tristeza a quienes desde aquí se empeñaban en mantener su ilusión. Ánimo Nina, pronto estarás de nuevo aquí. Pero Nina, como tantos otros niños y niñas, ya no vendrá. Y Beñat, y Garazi, como tantos otros niños y niñas que les han dado su cariño y su amistad, se quedarán tristes. No tienen aún la edad suficiente para sentir rabia. Porque son demasiado pequeños para comprender que unos burócratas han matado su esperanza.

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