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El 24º Festival de Jazz de Vitoria arranca con un concierto para enganchar al público infantil

Gratitud

Lo primero es lo primero. El Festival de Jazz de Vitoria ha adquirido la sana costumbre de arrancar con un concierto de caráter pedagógico dedicado a los niños. Hasta ahora, los encargados de criar el gusanillo del jazz habían sido primeras figuras como Wynton Marsalis, Herbie Hancock o Bobby McFerrin, pero en esta ocasión fue una eficiente y muy disciplinada orquesta, Monterey Jazz Festival Honor Big Band -integrada por 20 músicos anónimos, con edades comprendidas entre 15 y los 18 años-, la convocada para predicar con el ejemplo.Les esperaban desde casi bebés que habían despachado el biberón vitaminado justo antes de acudir al polideportivo de Mendizorrotza a hombrecitos con la primera comunión recién hecha.

No pareció entonces muy oportuno que el director de la Monterey Jazz Festival Honor Big Band, Paul Contos, formada con lo mejor de los colegios del condado californiano, se extendiese, el pasado domindo, en prolijas explicaciones -traducidas por Ramón Trecet- sobre los compases que tiene una canción ortodoxa de estructura AABA, o se dedicase a pormenorizar las secciones de la orquesta con irritante detalle.

La enjundia es para adultos con callo y a los niños hay que hablarles de sus cosas. Con todo el respeto que merecen monumentos añejos como C jam blues o Moten swing, piezas emblemáticas de las orquestas de Duke Ellington y Count Basie respectivamente, no parecieron los ganchos más adecuados para captar la atención de una audiencia criada en el ordenador y el voraz coleccionismo de pokémon.

Y la prueba es que en cuanto la orquesta atacó la sintonía de Los Picapiedra en arreglo latino, los chavales dejaron de corretear por los pasillos y de hacer relaciones con el vecinito de localidad para pegar la nariz a lo que estaba sucediendo sobre el escenario. Allí sonaba, por fin, algo que reconocían, y respondieron con encantadora gratitud. Lástima que ya se hubiera consumido casi una hora del concierto-clase y tuviesen que darse mucha prisa para moverse al ritmo de la música de su tiempo y su tamaño. El recuerdo de Pedro, Wilma y compañía ejerció pues un efecto casi milagroso, y la fiesta demorada se prolongó después en un brillante arreglo con contundente carga funky. Puede que fuera por pura inercia, pero ver bailar a un nene de dos años, mes arriba mes abajo, al son del Donna Lee final, una de las composiciones más endiabladas de Charlie Parker, era como para que se le enterneciera el corazón al aficionado al jazz más infantofobo.

Ya lo sabe para otra vez el director de la orquesta: lo primero, al menos cuando se trata de abrir el apetito por el jazz a niños, es olvidarse de rigores históricos y jugar de tú a tú con la música.

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