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Crítica:'LES NUITS DE LA DANSE' EN MONTECARLO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Forsythe y Balanchine, frente a frente

Atrevida obra

La terraza de cara al mar del Casino de Montecarlo, que diseñara con expreso sentido lúdico Garnier a fines del siglo XIX, se convirtió este fin de semana en un foro de ballet moderno de alta calidad.Para cerrar la primera etapa de las noches veraniegas de danza, Jean-Christophe Maillot, director del Ballet de Montecarlo, programó dos piezas que en cierto sentido se enfrentan en el tiempo y se reúnen en estética: Violin concerto (1972), de Georges Balanchine, y Quartette (1998), de William Forsythe. La velada se completó con otras dos obras nuevas ya vistas la noche anterior: Blue grass, de Itzik Galili, y Sechs tänze, de Jiri Kilian, en las que la música barroca (Händel, Vivaldi y Mozart) también establecía un cierto hilo conductor.

Violin concerto pertenece a una gloriosa etapa depurativa en lo estilístico de Balanchine (siempre sobre partituras de Stravinski) que había empezado dos años antes, en 1970, con Symphony in three movements y que culmina con Duo concertant y Pulcinella; la obra es difícil en su ejecución, cortante, moderna en su médula hasta hacer cosas insólitas a las exquisitas prime ballerine, tal que ponerse en cuclillas, hacer el pino, poner constantemente como remate a sus frases los pies en flesch, es decir, en ángulo contrario a las académicas puntas, pero con todo ello, en lo absoluto, nunca, Balanchine se falta a sí mismo, a la esencia del neoclasicismo neoyorquino.

Los bailarines monegascos hacen una precisa versión de la más atrevida obra de Mr. B. El último movimiento, tan ruso en lo musical (puede hasta recordar ese Paraphrase de une danse russe, de Chaikovski), da pie a un enérgico juego coral que no escatima virtuosismo, canon y acorde del conjunto. Los pasos a dos se disponen a lo largo de la obra como apuntes del instrumento solista, y allí la geometría se deshace sobre sí misma en un juego íntimo que es batalla sin caricias. Bernice Coppieters y Francesco Nappa (el excelente bailarín napolitano, que con estas actuaciones se despide de la compañía para ingresar en el Real Ballet de Dinamarca) avivan la llama de esas líneas ácidas esbozadas con grueso grafito negro en un lienzo blanco. Balanchine tenía esa seguridad aplastante en su trabajo, acaso sabiendo lo que trascendería su elegante manera de transgredir.Para cerrar la noche, el estreno de Quartette, pieza para nueve hombres y dos mujeres que creara Forsythe en 1998 para el Ballet de La Scala de Milán sobre una música palmariamente hermosa de su habitual Thom Willems (esta vez refugiado en instrumentos de cuerda convencionales: violín, viola, violonchelo), que no usa un solo golpe de sintetizador y se acerca a la sonoridad en largo tan en boga entre los compositores contemporáneos del Este europeo. Los diseños de la ropa pertenecen a Stephen Galloway (cerebro responsable de la dirección artística de Issey Miyake Men desde 1994), y no falta el lamé para los hombres y el terciopelo elástico para las mujeres.

Forsythe hace que las bailarinas bailen con zapatillas de puntas, ¡pero sin cintas!, las piernas van desnudas y sus trajes de fino terciopelo, morado uno y rojo sangre el otro, las hacen aparecer como ninfas nocturnas; los hombres llevan minúsculos bañadores negros y camisetas de brillo (azul cobalto, verde, índigo, en grupos de tres); el coreógrafo se ha vuelto más despiadado a la vez que esencialmente lírico. ¿Quién dijo repetirse? Se repiten sus imitadores, que son legión. Forsythe crea un nuevo orden en esa diagonal con los nueve artistas, la rompe, la recrea y la deconstruye a su manera. Su ejercicio de fabricación pasa por células pequeñas (solos, accidentes de la escena, silencios) que se vuelven todo en su mano potente a la vez que implacable.

Los dúos de Quartette son expuestos al riesgo y a la debacle. Hay una sensualidad que roza el hedonismo y una reflexión subterránea por el fin de ese orden académico. Forsythe hace del fouetté arabesque un sello de la casa, y de la endiablada gourgillade de espaldas un rapto de humor desconcertante. El Ballet de Montecarlo (que en septiembre próximo visitará Zaragoza) pasa por un momento de éxito. Ahora falta el estreno del norteamericano Kevin O'Day, a quien Maillot ha dado carta blanca sobre la música de John King.

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