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Lástima que se estén muriendo

Soledad Gallego-Díaz

Botswana es un pequeño país africano que gusta mucho a la comunidad internacional, al Fondo Monetario y al Banco Mundial. Es uno de los más estables del continente, con una democracia parlamentaria, elecciones regulares y razonablemente pluralistas, y bajos índices de violencia. Habla inglés, es un vecino pacífico, en el que una cierta unidad étnica aleja el peligro de luchas tribales, y un socio económico solvente, que ha abierto sus fronteras al capital internacional en busca de inversiones y desarrollo. Además, la venta legal de los maravillosos diamantes de sus minas (es el segundo productor del mundo) le ha permitido ser uno de los pocos países en todo el planeta sin déficit en la balanza de pagos y con presupuestos equilibrados. En 1999, tuvo incluso una buena tasa de crecimiento del 7% y, aunque sigue siendo un país pobre, todos los expertos creen que va por buen camino: lleva varios años creciendo por encima del 3%. Lástima que se estén muriendo de sida.En Botswana, el 35% de la población adulta está infectada. Esta cifra, confirmada en la Conferencia que se ha desarrollado esta semana en Durban, supone que se ha triplicado el número de casos desde 1992 y que es el país más afectado del mundo. Todo esto ha pasado en un país "modelo", a la vista de las ONG y de los expertos de la mayoría de los organismos internacionales. Cuando se han venido a dar cuenta, la epidemia se había convertido en una catástrofe humana y en un desastre económico incalculable. ¿Cómo va a salir adelante, si más de un tercio de la población en edad de trabajar está gravemente enferma y no recibe el tratamiento adecuado? ¿Cómo, si buena parte de las mujeres en edad fértil paren niños enfermos que no van a superar la primera infancia y encima van a quedar huérfanos antes de morir?

Los expertos, con el FMI y el BM a la cabeza, se han puesto a analizar lo ocurrido y a intentar remediarlo, no sólo por Botswana, ese país que tanto les gustaba, sino también por el África negra en su conjunto, amenazada por esta pandemia como quizá no lo estuvo jamás en la historia. Y han llegado a varias conclusiones bastante simples y de mucha enjundia económica: lo primero es dar AZT y neviparine a las madres que tienen sida y están embarazadas, para evitar que sus bebés nazcan con el síndrome. Así se pararía la peor espiral. El Banco, y el Gobierno de Estados Unidos como principal impulsor, van a poner varios miles de millones de dólares en fondos para comprar esos medicamentos. Por eso es por lo que las empresas farmacéuticas han empezado a ofrecer buenos descuentos; no se trata de una repentina mala conciencia, sino de que tienen a la vista un estupendo negocio y conviene repartirlo.

Lo importante es que, por fin, alguien va a poner algo de dinero para comprar las medicinas que necesita África en la lucha contra el sida. Resulta difícil comprender por qué no se ha hecho antes, no sólo en relación con los organismos internacionales sino también con las famosas organizaciones no gubernamentales, ONG. ¿Estaban acaso tan preocupadas por no incrementar los fabulosos ingresos de los laboratorios europeos y norteamericanos que renunciaron a organizar fondos de compra masiva de estos medicamentos? Ojalá esta sospecha no sea cierta. Y en el caso del BM o del FMI, ¿por qué pensaron que la crisis del sida en África no era tan importante, ni merecía tanta atención y dinero como la crisis financiera asiática?

La catástrofe de África ha enseñado también otra cosa de alto valor económico. En los países subdesarrollados, no hay nada tan rentable, a corto plazo, como el dinero gastado en dar educación a las mujeres. Cada dólar que se emplea en enseñar a leer a una niña revierte en varios dólares para el PIB del país. Lástima que el mundo esté lleno de casos como el que recoge este párrafo del reportaje sobre Afganistán que ha publicado en The New Yorker el escritor William T. Vollmann: "En Jalalabad, un hombre me contó que una mendiga, envuelta en la burka, se le había acercado, llorando: "¿No me reconoces?" Era su maestra, la mujer que le había enseñado a leer en la escuela primaria. El hombre se echó también a llorar y le dio el poco dinero que llevaba". solg@elpais.es

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