Felipe Mellizo
Lo cuenta Carlos Casares: Serrano Súñer, el cuñado de Franco, le dejó un día su coche oficial a Álvaro Cunqueiro para que acompañara como intérprete a un espía alemán que visitaba la España del estraperlo y de los años cuarenta. Serrano le había dicho al chófer: "Y cuando don Álvaro acabe, llévelo usted adonde le diga". Así que al finalizar aquel trabajo para el que seguramente el gran escritor gallego había simulado conocer el alemán, el chófer se volvió hacia el asiento trasero y preguntó: "¿Y ahora dónde le llevo, señor Cunqueiro?", a lo que el gran fabulador respondió con una decisión que parecía haber nacido hacía un siglo:-Lléveme usted a Mondoñedo.
Y se fue a desayunar a Mondoñedo. Así era Cunqueiro y ahora ha muerto alguien que se le parecía, Felipe Mellizo, periodista y escritor cuya manera de ser y de vivir no cabe ni mucho menos en una nota necrológica. Era vital y algo estrafalario, pero culto y profundo, sentimental y fiel, desordenado pero respetuoso con sus compromisos, despreciaba la mezquindad y desconfiaba de los genios improvisados, pero tenía una tendencia genial a la fabulación, como Cunqueiro; no conozco parecido tan grande en el mundo de las letras escritas entre una actitud y otra para crearse personajes de sí mismos, para mentir pero para crear sobre las mentiras fábulas extraordinarias; donde Cunqueiro simulaba hablar alemán, Mellizo se hacía pasar por ruso o por oriental, y como conocía todos los idiomas posibles, de oídas o verdaderamente, era muchos en sí mismo; no tuvo negros de su escritura, pues era un hombre muy cumplidor y muy rápido de ideas y de palabras, pero era tan versátil que podía haber abordado todos los asuntos, en nombre propio o escribiendo para otros, desde las Matemáticas, que eran una pasión, a la historia de los caballeros de la Tabla Redonda; de hecho, se paseaba por los viejos pubs de Londres contando qué había sido y qué eran y los contertulios disfrutaban embebidos con sus fábulas, que seguramente eran tan inciertas como las mismas leyendas que él pretendía describir. Su pasión por la información estaba enriquecida por su aprecio de la literatura, y era capaz de aparcar, como gran periodista de agencia que fue, lo urgente a favor de lo simbólico, y siempre se cuenta que cuando esperaban en la central de Efe una crónica suya sobre el conflicto de Suez se descolgó con una hermosa crónica, innecesaria y bella, sobre los jóvenes que se besaban en la primavera de Hyde Park.
No paró en toda su vida; tuvo varias esposas y una sola familia, pues siempre hablaba de sus hijos y de su pasado con la gratitud del que disfruta cualquier instante de la vida como si fuera el primero; pero no paraba de fabular: se creaba una vida, a cada rato, y de pronto lo veías agitado porque se acababa de comprar un nuevo automóvil que tenía aparcado allí, al lado de donde estabas con él, y necesitaba dinero para el párking; al final de la cena devolvía a todos los comensales el dinero: no era verdad, no tenía coche, jamás tendría coche en Londres, y entonces se reía de todos con esa sonrisa que desarmó luego también a sus telespectadores: parapetado como un niño calvo y de rostro rojizo detrás de unas gafas que achinaban sus ojos y lo hacían aún más miope de lo que era.
Sus amigos se han pasado la vida contando cómo era Felipe Mellizo, como si hubiera sido increíble, un personaje inventado por sí mismo. Su vecino, el editor Luis Suñén, decía ayer: "Era un loco genial, un inteligente tierno, lleno de desorden". Enrique Vázquez, que le contrató para TVE y fue su gran amigo, recordaba a Felipe como "un outsider profesional, un ordenado desordenado, un sentimental inteligente que se retroalimentaba huyendo del éxito, quedándose solo y preservando su riquísima vida interior. Un seductor: seducía hablando".
Una vez le vimos llegar a una fiesta de la agencia Efe, en Londres, donde debía oficiar Luis María Anson, que entonces era su presidente; con toda seriedad, Mellizo se acercó a aquel periodista tan dispuesto siempre a los discursos solemnes y le dijo: "Presidente, lamento no poder quedarme en este acto de tal trascendencia pero es que me espera en Southampton un caballo". Así que se fue de la estancia, recorrió el trayecto hasta el pub de abajo y se tomó una pinta de cerveza a la salud del tiempo ganado. Ustedes, casi todos ustedes, lo recuerdan de la tele, donde presentó con un éxito sin precedentes un telediario al que le dio el toque Mellizo, que no era cualquier toque; cuando lo vimos ahí, parapetado detrás de la pantalla, sus amigos pensamos que en cualquier momento, tal como era, un día iba a dejar el telediario a la mitad, pretextaría su historia del caballo de Southampton y correría hasta el parque, a pasear a su hija, por ejemplo, y dejaría el plató con las noticias de antes, solemnes o estúpidas, interesantes o planas, pero sin el toque Mellizo. No lo hizo: aguantó a pie firme, se labró una buena fama de excelente comentarista culto de lo que pasaba en el mundo, se hizo cómplice de sus espectadores, porque él mismo allí atrás parecía un espectador, y alcanzó fama y probablemente lo que nunca tuvo ni añoró ni buscó como otros, el dinero. El dinero en Felipe Mellizo era una preocupación, claro, y un dolor de cabeza, pero era tan generoso cuando lo tenía que probablemente no lo buscó porque no estaba entre las necesidades de su mente descuidada y poética, bohemia y sentimental; pero, en fin, disfrutó de aquellos años breves de notoriedad y un día dejó boquiabiertos a sus jefes: "Ya no lo hago, desde el mes que viene ya no lo hago".
Y en la mayor gloria de la tele este hombre que había sido muchos hombres decidió regresar al anonimato de la escritura o al resplandor de la radio, porque el encandilamiento de la tele, decía, le había producido el escalofrío de la levedad. Y no era un hombre leve, qué va, era una gran hombre. Es difícil, como ocurre en Cunqueiro, que alguien se crea cómo era Felipe Mellizo porque era muchos, pero sobre todo era uno, el que se ocupaba con amor, dolor y paciencia de su última hija, que es la que más le ha perdido.
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