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Se desbordó la emoción con 'El retorno de Ulises a la patria'

Electrizante Monteverdi con William Christie en Aix-en-Provence

Se encendió la chispa de la emoción. El retorno de Ulises a la patria, de Monteverdi, tuvo en Aix una de esas realizaciones soñadas en que voces, escena y orquesta, se realimentan para conseguir lo que Wagner definió como "obra de arte total". Esto es tan raro que suceda que se comprende la locura que se apoderó de los espectadores al terminar: aplaudiendo, gritando, pateando sin cesar.

Arte y pasión

A lo mejor tenía razón, aunque a primera vista pareciese una boutade, el compositor Alfredo Aracil al afirmar que con Monteverdi había nacido (gracias a Orfeo en 1607) y muerto (con La coronación de Popea en 1642) la ópera occidental. Reflexionaba el escritor José Jiménez Lozano en uno de sus artículos que "cuando había música de Monteverdi se dice que quedaban vacíos hasta las tabernas y prostíbulos, y las gentes acudían fascinadas a oír aquel maravilloso canto; pero ahora Monteverdi queda, como los otros grandes logros de la cultura humana, entregados a una élite a la que es difícil comprender qué es lo que trastornaba en esa música a aquellas gentes y qué anhelos o laceraciones encendía. Un cierto saber y sabor de las cosas se ha perdido para todos".Se ha perdido, en efecto, ese saber y sabor, como se han perdido tantas y tantas cosas, pero cuando aparece una muestra por alguna esquina, los efectos son devastadores. ¿Qué había pasado, qué estaba pasando en Aix? Simplemente algo tan elemental y necesario como la vibración de un arte escandalosamente humano, que habla directamente de los problemas de siempre -el amor, la tristeza, la ambición- con una sencillez y un lenguaje que, en su estremecimiento, desconcierta.

Dirigía William Christie a Les Arts Florissants (edición de Alan Curtis) desde la sensibilidad y desde un conocimiento profundo de los afectos instrumentales. Cada lamento era desgarrador, tanto si procedía de los violines, como si lo era de la viola de gamba o de la guitarra barroca. Christie volcaba su técnica abrumadora al servicio de una comunicación profunda.Se hizo cargo de la escena Adrian Noble, director de la Royal Shakespeare de Londres, que dio una lección de lo que significa el teatro como arte de la supervivencia, es decir, como manifestación al servicio de los sentimientos, sobre una escenografía de tierra, una fuente, dos muros y varias vasijas, volviendo a la desnudez de la tragedia clásica. Cada escena era un estremecimiento.

Cantaron, uf, cómo cantaron, con qué entrega y con qué comprensión de lo que es la pasión desde la voz, un grupo de jóvenes seleccionados durante varios años entre centenares de aspirantes y preparados musical y escénicamente durante una larga temporada para conseguir que el Monteverdi menos representado estuviese a la altura de sus hermanos. Lo estuvo. Kresimir Spicer (Ulises), Marijana Mijanovic (Penélope), Gaëlle Méchaly (Minerva), Stéphanie d'Oustrac (Melanto) y un largo etcétera de voces prácticamente desconocidas, sin contaminar, con la fuerza de su teatralidad y la espontaneidad de su canto, iban levantando poéticamente, escena a escena, la epopeya de la memoria del canto teatral más íntimo. Es un privilegio poderlo contar.

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