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El dinosaurio que todavía estaba allí .

Sergio Ramírez

La influencia de México ha sido por décadas determinante en América Latina, aún mucho más allá de los países centroamericanos que forman su entorno natural. Un buen mariachi puede escucharse en Bogotá, y aún en Buenos Aires, y el culto a Pedro Infante desafía en los altares populares al del mismo Carlos Gardel. De México vinieron siempre también las películas rancheras, la música de cabaret, María Félix y Agustín Lara, el guacamole, los tacos, (sólo en Managua puedo contar en mi vecindad cinco o seis restaurantes de comida mexicana), y los fraudes electorales.Llegar a ser como el PRI se volvió la obsesión de cualquier partido, quedarse para siempre, convertir las elecciones periódicas en un instrumento bien afinado, y bien amañado, para no perder nunca. Muchos han suspirado por eso, ya sea en Nicaragua, o en el Perú, salvo la variante de que en el sistema mexicano, que ahora ha tocado a su fin, los presidentes no se repitieron nunca, y en muchos otros lados la manía todavía consiste en forzar las puertas de la reelección.

Un viejo amigo mexicano, sabio y humorista, de cuya amistad he disfrutado desde que le tocó estar cerca de Nicaragua en la década de la revolución sandinista, me contó una vez que el PRI lo envió a presentarse como candidato a diputado a su estado natal. Era joven e inexperto, y se lanzó a hacer su campaña con todo entusiasmo; la noche de las elecciones esperaba en su hotel los resultados, cuando se presentó un funcionario electoral a preguntarle: "Licenciado, ¿con qué porcentaje de votos quiere usted ganar?"

Ésta era, por supuesto, una anécdota secreta, contada entre risas clandestinas; y aunque se trataba de una suma de secretos a voces, la mención de los fraudes electorales se volvía un asunto de honor mancillado para los jerarcas del PRI cuando así se mencionaba. Se dejaban admirar, pero no manosear en su honor. Y de eso puedo dar fe yo mismo.

A finales del mes de octubre de 1988 presentaba yo en México mi novela Castigo Divino, y al mismo tiempo debía cumplir una agenda de entrevistas políticas en mis funciones de gobierno, que incluía al Presidente Miguel de La Madrid, al presidente electo Salinas de Gortari, y al candidato derrotado en las elecciones del mes de julio anterior, Cuauhtémoc Cárdenas.

La primera de las entrevistas fue programada con Cárdenas en la sede de la embajada de Nicaragua, una grave falla fruto de la inexperiencia de nuestro recién llegado embajador que más allá de ignorar las peligrosas minucias protocolarias, no sabía qué terreno minado estaba pisando. Las otras dos, iban a tener lugar al día siguiente, pero fueron canceladas de manera abrupta después que la noticia de aquella reunión apareció en la portada de La Jornada. El PRI no podía tolerar que yo me reuniera con alguien que cuestionaba la legitimidad de los resultados electorales, denunciando falsamente un fraude, se me dijo después, a manera de explicación oficial: así me perdí la oportunidad de conocer personalmente a Salinas, suerte que sí tuvo con creces el comandante Tomás Borge, quien escribió su biografía oficial y oficiosa, la que, lástima, no llegó a llamarse como estaba originalmente pensado por su autor: La maestra Margarita y su hijo el presidente.

He recordado la anécdota de mi viejo amigo mexicano, y este lejano incidente diplomático, que discurrió de manera silenciosa, ahora que me ha dado la medianoche frente al televisor viendo los resultados de las elecciones que ha ganado Vicente Fox, y en las que el PRI ha sido barrido del paisaje del poder en una operación que los votantes han practicado a fondo, y a conciencia. En aquella ocasión, Cárdenas me había mostrado en un manojo de hojas de computadora las evidencias de cómo la tendencia en el conteo oficial de los votos que le daban la victoria, había cambiado abruptamente al restablecerse la energía, tras un fallo de electricidad que había dejado a oscuras al Instituto Federal Electoral.

Es un México que cuesta reconocer. Francisco Labastida, el candidato derrotado del PRI, reconoce pacíficamente la victoria de su adversario. El último presidente de la era del PRI, Ernesto Zedillo, reconoce también la derrota de su partido, y ofrece colaborar en la transición. A sus espaldas, hay un retrato de Juárez, que antes pudo haber sido un decorado retórico, pero ahora no. Y hasta me parece que las cifras con que Cárdenas ganaba en 1988 al cortarse la electricidad, se parecen mucho a las de ahora, sólo que Fox, y no Cárdenas, está a la cabeza. Aquellas cifras fueron negadas, y éstas, no hay forma de dejar de reconocerlas. Hay, además, un Instituto Electoral absolutamente confiable para todos, algo que suena como un milagro. Y entre tantas extrañas ocurrencias que me indican que muchas cosas están cambiando para siempre en México, Televisa transmite todo el discurso de Cárdenas aceptando su derrota, y tiene sentado en el panel de debates a Carlos Monsivais, algo que antes hubiera resultado una anatema.

La influencia de México en el continente, que desborda a la música norteña, las telenovelas y el tequila reposado, hará que estas elecciones tengan un peso insoslayable en el futuro político de aquellos de nuestros países en donde la democracia sufre todavía de regateos, y es víctima de jugarretas. Los partidos hegemónicos, las elecciones como pretextos espurios para prolongar indefinidamente los sistemas, la compra de votos, los fraudes electorales, y eso que en Nicaragua llamamos el zancudismo -partidos que se prestan a colaborar a cambio de puestos de poder y prebendas- fueron siempre un atractivo porque venían de México, igual que el llanto pañuelo en mano de Sara García y Prudencia Griffel, y las viejas series del Chavo del Ocho. Atractivos aún para los coroneles que salían de sus cuarteles en busca de recetas infalibles para quedarse en los palacios presidenciales, turnándose unos a otros el mando.

Ahora, esas recetas mexicanas van a ir saliendo de las cocinas. Las elecciones que ganó Fox para la presidencia, y López Obrador para la regencia de la ciudad de México, en nombre de dos partidos de signos distintos, establecen una nueva forma de pluralismo político, y hacen aparecer como obsoletas las maniobras consumadas por Fujimori para seguirse reeligiendo en el Perú, o los pactos entre Alemán y Ortega en Nicaragua. Y es ahora el pluralismo a la mexicana el que debía empezar a tener adeptos e imitadores para borrar todo vestigio de autoritarismo electoral donde todavía queda.

Se trata de todo un cataclismo silencioso, cuyas hondas expansivas tardarán en asentarse por todas estas tierras, pero que harán de todas maneras su trabajo de zapa. Y entre otras cosas va a quedarse también fuera de moda la retórica hueca, que se inspira en las viejas consignas revolucionarias, y que fue otra de las grandes herencias del PRI, copiada con ventaja. Ese arte tan latinoamericano de llenarse de aire los pulmones para decirlo todo, sin llegar a decir nada, invocando viejas glorias y ansias renovadas empezará a pasar, también, a mejor vida.

Ésta es una fábula con moraleja. Sucede que cuando el dinosaurio que dice Tito Monterroso se despertó, ya no estaba allí. Y ahora hay que seguir despoblando, aquí y allá, el parque jurásico.

Sergio Ramírez es escritor nicaragüense.

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