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Reportaje:HISTORIAS DEL COMER

Una entrada melosa

Ya estamos en verano, una estación que parece asociada, sobre todo, a la fruta: peras, ciruelas, melocotones, paraguayos, albaricoques y otras muchas que adornan y aromatizan los mercados. Entre ellas hay una, no exclusivamente estival, de interés particular, y no como postre o sólido refresco a cualquier hora del día, sino como entrada de una comida o, utilizando una bella palabra en desuso, de entremés. Si se añade que se trata de una fruta jugosa y plena de dulzura, la adivinanza se desvela fácilmente: el melón, la cucurbitácea más famosa y también más controvertida, con el debido permiso de una pariente cercana de su prolija familia, la estival sandía.La intromisión de esta melosa fruta en los platos salados no es, desde luego, ni una moda pasajera ni mucho menos reciente. En el siglo XVI, al menos, era ya habitual que se comieran el melón y otras frutas antes de los banquetes o a lo largo de estos. Así, el rey francés Enrique IV dice, según transcribe sus palabras un ministro suyo, el duque de Sully, en el libro de sus memorias: "Yo quiero que me traigan buenos melones, pues quiero comerlos hasta estar bien harto. Nunca me perjudican cuando son buenos y los como antes de la carne, ¡como mandan los médicos!"

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Entre estas recetas, por lo general tan simples como deliciosas, que hacen de glorioso pórtico de un festín hay dos ejemplos que pertenecen por derecho propio al acervo culinario internacional. Por un lado, el melón al oporto, una refinada creación netamente francesa, y, por otro,el prosciutto col melone, aquí traducido al revés de como lo nombraron sus "inventores" los italianos, melón con jamón, dando más protagonismo a la fruta que al pernil.

En cuanto a la primera de las propuestas parece obligado, según marcan las normas de los vecinos franceses, que el melón empleado sea de la variedad canteloup, ese inconfundible melón redondo, amarillo por fuera y naranja en su interior, extremadamente dulce y aromático. Su origen es italiano, de Cantelupo, una localidad que fue propiedad papal en el medievo. Por avatares del cisma de la cristiandad, esta variedad de melón tuvo que emigrar hasta las huertas de Aviñón siguiendo en su exilio a los papas y de ahí su arraigo francés.

El otro protagonista de esa receta es el oporto. Dicen que es una pena que se utilice un caldo de campanillas, y que vale perfectamente un oporto más trotero. En esto pasa como en la sangría; hay que decir con rotundidad lapidaria: si se puede, cuanto mejor, mejor.

En lo referente al melón con jamón, plato que por cierto se ofrece ahora en España hasta en los menús del día, parece ser una receta originaria de la región italiana de la Emilia-Romagna, como bello matrimonio entre la fruta y el mítico -y mitificado- jamón de aquella región , el de Parma. Una pata de puerco blanco, curada con ligero toque a humo, característica esta última que, según los expertos, es la perfecta para conjugarlo con el sabor dulzón de la fruta.

Por ese motivo es también adecuada la combinación del melón no sólo con los jamones ahumados centroeuropeos, como el de Westfalia, sino incluso, aunque parezca chocante, con pescados ahumados, particularmente con la trucha.

Así mismo, por todo el norte de Italia se conjuga el melón con embutidos muy característicos y poderosos. Es el caso del inmenso salami o de la mortadela de Bolonia, que cuando es auténtica es un fiambre impresionante que no tiene nada que ver con su homónima hispánica, esa que siempre obsequiaban -tal vez se siga dando- a los detenidos en los calabozos policiales y que es, sin duda, una tortura gustativa.

Lo mejor, digan lo que digan, es que el jamón de este plato sea ibérico y, a poder ser, de cerdos alimentados con bellota. Lo demás son monsergas ahorrativas, derivadas no del buen gusto, sino tan sólo de la cartera.

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