Inmigración y responsabilidad
Aznar ha apelado a la responsabilidad de la oposición ante la reforma de la Ley de Extranjería. Habrá que recordarle que la responsabilidad bien entendida empieza por uno mismo. Lo realmente irresponsable es que ante la realidad de la inmigración clandestina la respuesta gubernamental se concentre sobre los inmigrantes y no sobre las mafias. Y que se aproveche el impacto del macabro hallazgo de Dover para defender una reforma que restringe los derechos de los inmigrantes hasta convertirlos en ciudadanos de tercera categoría. Mucha retórica de la globalización, pero a la hora de la verdad sigue imperando el criterio de siempre: primero, los nacionales y los extranjeros con posibles, y después, todos los demás.La situación a la que el Gobierno de Aznar, como otros gobiernos europeos, debería dar respuesta es la resultante de tres vectores: una necesidad creciente de mano de obra no cualificada que obliga a abrir las fronteras; unos desequilibrios mundiales, con diferencias entre países cada vez más abismales, que hacen que gran parte de la población mire a los países ricos como su última esperanza; y las reacciones de algunos sectores sociales europeos que ven con recelo a los inmigrantes y los convierten fácilmente en chivos expiatorios de sus males. Naturalmente, en medio de este triángulo operan los profesionales de la ilegalidad y de la explotación de la miseria: desde las mafias que traen a los inmigrantes robándoles a cambio de falsas promesas hasta los empresarios ventajistas que abusan de una mano de obra cuya precaria situación la hace absolutamente vulnerable. Ante este panorama, el Gobierno pone su acento en restringir los derechos de los inmigrantes. Atacar el eslabón débil de la cadena es lo más fácil. Y es siempre la primera tentación del poder. Pero también es lo más inútil.
Endurecer el control de fronteras, cuando el número de los que entran está lejos de ser alarmante, sólo puede beneficiar a las mafias. Cuanto más difícil sea entrar, más podrán abusar de quienes quieran llegar a toda costa. Los inmigrantes ilegales seguirán entrando porque hay oferta de trabajo clandestino y porque la desesperación es grande. Lo único que se puede conseguir por esta vía es aumentar el número de los que caigan por el camino. Multiplicar los factores de ilegalidad de los inmigrantes no hace más que degradarles. La igualdad de derechos de partida es una condición básica en las relaciones entre humanos. Con más inmigrantes ilegales y con menos derechos para ellos y para los legales, lo único que se consigue es dejarles todavía más en precario: frente a la Administración, frente a las mafias y frente a los que les emplean. Los esfuerzos de una política responsable deberían centrarse en la actuación contra las mafias -lo que exige información y coordinación internacional- y contra los abusos en el empleo de inmigrantes. Centrarla en el inmigrante ilegal sólo ayuda a agrandar la idea de que el inmigrante es un peligro para la convivencia.
Vivimos en tiempos en que sólo el dinero tiene poder de convicción. La necesidad de mano de obra se ha convertido en la única explicación válida para aceptar la emigración. Y, sin embargo, es un argumento despreciable, porque cualquier hombre -sin distinción de sexo, origen, clase o color- merece alguna consideración más que la de simple fuerza de trabajo. Si la única razón para dejar entrar a los inmigrantes es que nuestra economía les necesita, no es extraño que reciban el mismo tratamiento que una mercancía. Sin derecho a rechistar. El famoso centrismo de la derecha se estrella en las pateras. En sociedades que no crecen demográficamente y han perdido la confianza en el futuro, la paranoia se extiende como una plaga. Puede que el Gobierno saque algún dividendo electoral jugando a John Wayne contra los inmigrantes. Pero si afrontar los grandes problemas importa por lo menos tanto como ganar elecciones, el primer acto de responsabilidad es no modificar la Ley de Extranjería en la dirección regresiva que Aznar propone.
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