Vida en llamas MANUEL DELGADO
Hace pocos días, en su emocionante lección de despedida en la Universidad de Barcelona, evocaba Miquel Porter ese primer contacto con una pantalla de cine del que iba a depender la inagotada fertilidad de su vida. Fue una víspera del 24 de junio, y ese recuerdo aparece poderosamente asociado con la luminosidad de una noche que no por casualidad acaba calificándose siempre de mágica. Tampoco es casual que ese mismo escenario aparezca en todo tipo de representaciones de Barcelona: en el teatro (Ricardo López Aranda, Dagoll Dagom), en el cine (Jordi Grau, César F. Ardavín, Rovira-Beleta, Whit Stillman), en la literatura (Joan Maragall, Salvat-Papasseit), en la música popular (Sisa, Serrat), etcétera.Este lugar privilegiado de la noche de Sant Joan en el imaginario urbano barcelonés está más que justificado. Sea colectiva o privadamente, la memoria tiende a quedar atrapada en ese momento del ciclo festivo destinado por la lógica cultural a que en él "ocurran cosas", es decir para que allí se registren intensidades especiales en el proceso de socialización de los individuos, en periodos tan determinantes como son la infancia y la adolescencia. A su vez, esa vivencia singular del solsticio de verano es indisociable del papel del barrio en una pedagogía de lo público y lo privado en la ciudad, puesto que es a través suyo que se aprende a transitar entre ambos mundos, es decir ese conjunto de protocolos y competencias a las que no en vano llamamos urbanidad. Todo ello implica que una persona que haya crecido en Barcelona estaría en condiciones de rememorar su biografía personal a través de sus noches de Sant Joan, perlas en un collar de cuentas de plomo. Parafraseando el título de una bellísima película de Llovet-García, la de cualquiera que haya sido niño o joven en Barcelona podría ser una vida en llamas, es decir una vida resumible en lo sucedido en sus noches de verbena.
Hay en todo este asunto de las fiestas populares un notable malentendido. Cuando se vindican se hace en nombre de difusas exaltaciones de la tradición y de la costumbre, invocando argumentos más bien oscuros sobre arcanos orígenes colectivos o atávicas raíces étnicas. Su mantenimiento entonces no es el de un poderoso instrumento al servicio del enculturamiento de niños y adolescentes. Para nada cuenta que sea un dispositivo destinado a alimentar la cohesión colectiva en los barrios. Jamás se traen a colación todas las funciones culturales, psicológicas y sociales que una celebración como ésta ejerce poderosamente. Se trata de proteger lo que se presenta como una supervivencia ancestral, algo así como una especie de pecio cultural que se exhibe después de su rescate, al que se le permite existir por pura inercia, perdidas ya irremisiblemente sus antiguas cualidades mágico-religiosas y restringida su virtud a la de exaltadora de presuntos rasgos identitarios.
Parece que nadie se quiera dar cuenta de que son otras las razones que deberían invitar a mantener una dimensión fundamental para la vida ciudadana, como es la festiva. Si se hace un repaso al conjunto de proyectos e iniciativas que conforman lo que se conoce como Pla Estratègic del Sector Cultural, impulsado por el Instituto de Cultura del Ayuntamiento barcelonés, uno puede percibir hasta qué punto la idea que nuestras autoridades locales tienen de lo que es la cultura se reduce a un conjunto de sublimes expresiones de creatividad, que descienden pentecostalmente sobre los mortales y que llevan a cabo sus epifanías místicas en museos, centros de cultura, auditorios y otros templos de lo que se perfila cada vez más como una nueva religión de Estado.
¿Qué papel juegan los ciudadanos ordinarios en todo ese programa de grandes liturgias político-culturales? Respuesta: ninguno. ¿Qué lugar ocupa el espacio público, como el ámbito en que es posible contemplar la capacidad de la sociedad en orden a producir cultura por su cuenta? Respuesta: ninguno. Nulo protagonismo para las personas concretas, para la calle, para cualquier manifestación cultural que pueda antojarse espontánea. Presencia puramente residual en los proyectos oficiales de ese disfraz en que se concreta la cultura viva y que no es otro que lo que se tipifica -casi siempre con algo de desdén- como "cultura tradicional y popular", tanto más peligrosa si, como en el caso de los fuegos de Sant Joan, se ha venido mostrando escasa de control y poco sumisa ante las monitorizaciones oficiales.
Mañana viviremos otra noche sanjuanera y es posible que ardan menos hogueras que el año pasado, e incontablemente menos que hace 20 o 30 años. Los motivos de la decadencia son varios. Unos tienen que ver con la creciente fiscalización familiar y política de la infancia, a la que se excluye de una calle presentada como pervertidora y peligrosa. Vetado el espacio público para los niños, se condena a muerte lo que eran sus formas específicas de sociabilidad, entre las cuales la preparación de las hogueras era una de las más importantes. A eso hay que añadirle la hostilidad de unas autoridades municipales preocupadas hasta la obsesión por controlar todo lo que ocurre en la calle y hacer que ésta no sólo no pierda su orden, sino tampoco su compostura, marcada por el culto a la estética y al diseño.
Situados en este punto caben dos posibilidades. La primera es la de dejar que las hogueras de Sant Joan prolonguen su agonía hasta desaparecer por completo. Nuevo triunfo de una Barcelona hiperplanificada y dócil. La segunda, que el Ayuntamiento asuma su promoción entre las asociaciones vecinales de cualquier tipo, las únicas instancias que estarían en condiciones de asumir hoy la recogida de madera, el almacenamiento, la instalación y el encendido de las piras. Por supuesto que ya nada volverá a ser como antes, en el sentido de que es poco probable que los padres renuncien a mantener a sus niños protegidos de la calle, es decir de la libertad. Pero la práctica demuestra que, las organice quien las organice, una vez prendidas, las hogueras son capaces de fascinar, de iluminar por unos momentos los escenarios de la vida cotidiana y de ejercer brevemente lo que de realmente mágico tiene, todavía hoy, vivir en sociedad.
Manuel Delgado es profesor de Antropología de la UB.
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