Dover como aldabonazo
Si Europa no se mueve mucho más rápida y eficazmente en materia de inmigración, tragedias como la de Dover se multiplicarán. Aunque el testimonio de los dos supervivientes ayudará a tener un retrato cabal de lo ocurrido a bordo de ese camión holandés de tomates procedente de Bélgica, es difícil imaginar un final más atroz para el sueño de escapar de la miseria o la opresión que sin duda compartían los ocupantes del hermético contenedor sin luz ni aire. A la postre, la muerte de los 58 inmigrantes en su teórico itinerario hacia una nueva vida no difiere demasiado, salvo por su magnitud numérica, de la que encuentran numerosos africanos en aguas del Estrecho o la que aguarda a kurdos o albaneses en el canal de Otranto, a la vista de las costas italianas.La escala masiva de la inmigración ilegal, del movimiento de personas de un confín a otro en busca de una oportunidad, huyendo del hambre, de una guerra o de un tirano, ha hecho del tráfico de seres humanos un negocio tan lucrativo para el crimen organizado como el del contrabando de armas o drogas. De hecho, según los expertos, las mismas mafias se suelen ocupar de lo uno y de lo otro. El primer ministro británico señalaba ayer en la cumbre europea de Portugal la necesidad de poner coto a unas redes que, según las estimaciones más conservadoras, introducen ilegalmente en la Unión Europea alrededor de medio millón de personas al año. El reino Unido recibe anualmente alrededor de 70.000 inmigrantes -Dover es el punto neurálgico de los indocumentados- y mantiene en lista de espera unos 100.000 expedientes indagatorios sobre la situación de los que consiguen pisar su suelo.
La Europa acomodada acordó el año pasado, en la cumbre de Tampere, dotarse antes del año 2005 de una estrategia común inmigratoria, de la que carece. En la práctica, cada Estado hace la guerra por su cuenta, y los principales países receptores de inmigrantes abordan el problema a su manera, lo que no impide que hoy Gran Bretaña, España ayer y el mes anterior Italia o Alemania invoquen la corresponsabilidad de los diferentes socios para controlar unos flujos de inmigración tan poco deseados como imparables. Los hechos enseñan cada día que los métodos policiales no bastan para frenar la oleada de los millones de seres humanos que, espoleados por la comunicación global, buscan su lugar al sol. Sólo por lo que se refiere a España, informes recientes cifran entre 40.000 y 50.000 los desposeídos de países subsaharianos que tienen los ojos puestos en nuestro país. El envejecimiento de la población europea y la necesidad de importar mano de obra masivamente en los próximos años harán más afilada esta realidad.
La Unión Europea, como uno de los bastiones del bienestar, está abocada a tomarse muy en serio la desoladora situación de otras zonas del planeta -en la misma Europa, en África, en Asia- si no quiere importar su desesperación y sus conflictos. El reto de la gran frontera, de una política inmigratoria común y mucho más abierta, está ahí y es acuciante: es quizá su desafío más importante. Se pueden fortificar límites exteriores y librarse a una política de expulsión masiva. Pero es más decente, más coherente con los valores que proclamamos y a la larga mucho más inteligente, encontrar mecanismos conjuntos para manejar el gran éxodo de muchos hombres y mujeres que no tienen nada que perder. Y tratar de impedir por todos los medios que otras personas como los 58 asiáticos que han encontrado su horno crematorio en un camión de tomates caigan en las redes de quienes amasan dinero con la miseria y la humillación ajenas.
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