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Elegía para un enemigo.

David Grossman

La noticia de la muerte del presidente sirio, Hafez el Asad, pese a ser esperada y previsible, ha provocado en nosotros, israelíes, incredulidad e incluso un momentáneo desconcierto. Durante años hemos creído en su formidable capacidad de supervivencia, nos hemos acostumbrado a su expresión inescrutable y a que su actuación haya provocado el estancamiento de las relaciones políticas entre varios Estados de la región. Con su muerte es como si se hubiera desvanecido incluso para nosotros un elemento de gran autoridad: la imagen del enemigo irreductible, el más implacable y tenaz.Es extraño escribir una elegía para un enemigo, un hombre contra el que hemos combatido, al que hemos vencido en 1973, del cual siempre hemos desconfiado y a cuyas jugadas siempre hemos temido. Nunca lo hemos amado como al difunto rey Hussein, y no había nada en él que despertara nuestra simpatía, como en el caso de Sadat. Sin embargo, este hombre ha suscitado siempre en nosotros un cierto respeto y estupor, como los que se experimentan ante un enigma desconcertante, irresoluble y amenazador.

Pero, tal vez, Asad no escondía ningún misterio. Tal vez, como cuenta quien ha tenido la ocasión de conocerlo, era un hombre sin carisma, casi mediocre, sin ningún sentido del humor, introvertido y extremadamente sospechoso. Un hombre que, de todos modos, estaba dotado de un gran instinto de supervivencia.

Es difícil no apreciar su mayor logro: la transformación de Siria en una potencia local. No es poco. En los años previos a que Hafez el Asad accediera al poder, Siria era una nación rota e insegura de sí misma, a tal punto que a finales de los años cincuenta sus dirigentes llegaron a la conclusión de que no estaba en condiciones de existir como entidad política independiente y, por tanto, se unificó con Egipto (!).

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Pero ¿era Asad verdaderamente digno del respeto que pretendía de su pueblo? La Siria actual es una nación económicamente atrasada, militarmente debilitada, cerrada y sospechosa como su difunto presidente. No tiene entidades de crédito (sino una banca para los comerciantes), no posee un mercado financiero ni teléfonos móviles, y hasta hace poquísimo tiempo sus habitantes no estaban autorizados a navegar por Internet. Su vida cultural no es particularmente relevante y, pese a que en el pasado Siria y Líbano han producido figuras carismáticas como Gibran Jalil Gibran y Nizar Kamani, hoy no tiene intelectuales, escritores, artistas o cineastas cuya voz tenga resonancia mundial.

La nación entera está dominada por despiadados sistemas de seguridad y cada ciudadano está sujeto a estrecho control. Para disimular la completa ausencia de Asad en la vida social del país, su falta de apariciones públicas y de contacto directo con sus conciudadanos, las autoridades han creado un gigantesco culto a la personalidad, que ha transformado a Siria en la imagen refleja del propio presidente. Los líderes del mundo occidental no van a Damasco y los ciudadanos sirios están obligados a pedir visado para la mayor parte de los países. ¿Puede un líder estar orgulloso de haber mantenido a su país en el aislamiento y el atraso? ¿De haber impedido a su pueblo gozar de los frutos del progreso y del proceso de paz que se desarrollaba a su alrededor? Asad estaba orgulloso incluso del hecho de no haberse encontrado nunca con un judío israelí, contrariamente a los otros líderes árabes que habían capitulado: Hussein, Sadat, Mubarak.

Tres veces ha frustrado la oportunidad de sellar la paz con Israel. En tres oportunidades, un acuerdo de paz estuvo a punto de lograrse, al alcance de la mano. Pero Asad quería todo, todos los territorios conquistados por Israel en la guerra de los Seis Días, y también el acceso a las aguas del lago Tiberiades. Barak estaba dispuesto a realizar muchas concesiones, más que cualquiera de sus predecesores, pero sabía que sus connacionales no habrían aceptado la presencia de los sirios en ese lago, que a sus ojos es intocable.

Sin embargo, el Estado israelí habría podido mostrarse más generoso si Asad hubiera revelado mayor sabiduría y sensibilidad en las negociaciones. El presidente sirio no comprendió el enorme impacto emocional que un eventual acuerdo habría tenido en los israelíes. A su entender, la paz no era más que un acto puramente formal gracias al cual Siria habría obtenido bastante financiación, sobre todo en moneda estadounidense. Y así, mientras los israelíes discurrían sobre "un nuevo Oriente Medio", sobre un cambio histórico y el fin de las hostilidades, los dirigentes sirios, siguiendo las directivas de Asad, se pronunciaban en términos de deal, de negocio.

¿Qué ocurrirá ahora con el proceso de paz? El Estado israelí observa al hijo de Asad, Bachar, con mirada titubeante. El heredero de la astuta esfinge tiene la mirada tierna y la expresión de embarazo de quien no se siente a sus anchas con el uniforme y en las ceremonias militares. Los israelíes, que durante treinta años han tratado de resolver el enigma de Asad, se preguntan ahora si el hijo se sentirá liberado del fardo histórico e ideológico que ha transformado a su padre en un enemigo tan difícil y soberbio. ¿Continuará Bachar, que ha vivido y ha sido educado en Occidente, la senda conservadora y tradicionalista del padre o sabrá promover el progreso de su país e incluso las relaciones con "el enemigo histórico", Israel? Los israelíes se preguntan si un líder tan inexperto, tan poco autoritario y que tal vez no goce de un amplio respaldo popular será capaz de conducir a su pueblo a través de un camino tan radical y temible: el camino de la paz.

No hay duda de que ahora el proceso de paz sufrirá una interrupción temporal hasta que la situación en Siria se aclare y hasta que Israel se convenza de que en el vecino Estado árabe existe una continuidad de gobierno y la voluntad de respetar cada posible acuerdo.

En caso de que Bachar logre estabilizar velozmente su propio poder, existe la esperanza de que su conocimiento de Occidente, de los medios de comunicación, y la conciencia de la imagen que tiene Siria en el mundo, lo lleven a ser un poco más abierto, flexible y cordial que su padre en las negociaciones. Sin embargo, tengo la impresión de que se hacen ilusiones los que le consideran dispuesto a contentarse con un solo centímetro menos de lo que pretendía su padre.

Algo bueno puede tal vez germinar en esta nueva situación: las negociaciones con los palestinos podrían acelerarse en las próximas semanas. El vacío político que se ha creado entre Israel y Siria animaría a ambas partes a superar incertidumbres y temores y a adoptar decisiones dolorosas pero valientes.

Es posible que un segundo proceso dé comienzo incluso en Líbano. Este país, de hecho bajo control sirio, osará tal vez expresar su propia opinión sobre la presencia coercitiva de Siria en su territorio. Las primeras titubeantes voces se han manifestado ya en este sentido en las últimas semanas, tras la retirada del Ejército israelí. Ahora que el amenazador líder de Damasco ha pasado a mejor vida es posible imaginar que estas voces se vean reforzadas, abriendo así la vía de la paz también entre Israel y el Líbano; una paz hasta ahora imposible de lograr, sobre todo a causa de los intereses sirios y probablemente en perjuicio de los libaneses.

Pero éstas son sólo suposiciones. Por el momento, la situación es inestable e imprevisible, y en el aire existe una extraña sensación, como si aquí, en Oriente Medio, hubiese retumbado un motor muy potente, incansable en programar, organizar, idear, hacer todo lo que estaba en su poder para guiar a los propios connacionales entre los peligros, las promesas, las tentaciones que lo circundaban, entre los peligros del tejido social sirio, entre todos los enemigos, verdaderos o presuntos. Ahora, de golpe, este motor se ha parado, y hasta que no se haga sentir con fuerza el estruendo de uno nuevo, sólo habra silencio.

David Grossman es escritor israelí.

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