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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

De vida o muerte

No pasa un solo día sin que la muerte en el tajo de un obrero de la construcción, de un minero o un accidente múltiple en una empresa química o de pirotecnia recuerde a los ciudadanos que España es el país con el índice de siniestralidad más elevado de Europa. Las cifras que se publican periódicamente infunden pavor. En 1999 murieron 1.572 personas en millón y medio de accidentes laborales, a un ritmo de cuatro muertos cada día. La tasa española de mortalidad por este tipo de accidentes, 10 por cada 100.000 trabajadores, duplica la de la Unión Europea.Este terrible problema no es coyuntural; se extiende y acrecienta con el tiempo. En los últimos cuatro años han muerto 5.840 trabajadores y han resultado lesionados graves otros 43.347. El coste económico -quizá lo menos importante frente a la continua pérdida de vidas- asciende a la fabulosa cifra de nueve billones de pesetas en el cuatrienio. Si España es un socio del exquisito club de la Unión Económica y Monetaria (UEM) por derecho propio, en materia de seguridad laboral está en niveles tercermundistas; y, lo que es peor, la persistente hemorragia de vidas humanas no parece haber despertado una sensibilidad especial hacia el problema, que es hoy uno de los más dramáticos a los que se enfrenta la sociedad española.

El Defensor del Pueblo ha anunciado que abrirá una investigación para analizar la siniestralidad laboral. Es sin duda una iniciativa loable. La raíz de esta abominable cadena mortal hay que buscarla en la indiferencia de las empresas y en la pasividad de la Administración. Las estadísticas radiografían la escalofriante incapacidad de las empresas españolas para comprender el problema que tienen ante sus ojos. Sólo el 11% de los empresarios conoce la Ley de Prevención de Riesgos Laborales y apenas el 9% ha puesto en marcha todas las exigencias de esta ley.

Para confirmar esta insensibilidad basta con observar los andamios en las calles (los obreros trabajan sin redes de seguridad ni protección alguna) o las condiciones en que se trabaja en tareas de alto riesgo mecánico y químico. Las industrias españolas no están mayoritariamente concienciadas de que deben seguirse normas de seguridad a rajatabla en todas las actividades que impliquen una mínima probabilidad de accidente, de que tales normas han de imponerse severamente a los trabajadores y de que cualquier distracción en su aplicación equivale a ser cómplice de los accidentes, lesiones y muertes que se produzcan.

El Gobierno también es responsable por omisión. La Ley de Prevención de Riesgos Laborales no ha servido para aumentar la seguridad, aunque, eso sí, parece haber aumentado el volumen de negocio de quienes se dedican a formar a los técnicos de prevención de riesgos. Resulta que en España hay un inspector de trabajo por cada 27.000 trabajadores; la media europea es de uno por cada 7.000. Es una obligación moral de los responsables políticos tomarse en serio la tarea de reducir tan increíble diferencia, sea en el campanudo ámbito de los acuerdos con las empresas y los sindicatos que se conoce como pacto social, o en iniciativas parlamentarias adoptadas al efecto.

Para sorpresa de nuestros gobernantes, las buenas noticias macroeconómicas coexisten con síntomas de deterioro del Estado del bienestar. Primero han sido las listas de espera en la sanidad pública, y enseguida datos sobre la penuria de la Administración de justicia tan desoladores como los descritos la semana pasada por el presidente de la Audiencia de Madrid. A ello se une, aunque el problema es viejo, lo revelado por las estadísticas de accidentes laborales: un tema de vida o muerte.

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