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Tribuna:
Tribuna
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La Tregua de Dios.

Hacia el año mil, Europa estaba sumida en el caos. Desaparecido el orden romano, la incipiente sociedad europea apenas había encontrado la manera de organizar su convivencia.Hubo quienes creyeron necesario buscar medios para que la violencia no fuera soberana. Idearon la Tregua de Dios. En fechas o lugares determinados, la tregua hizo que se sustituyera la fuerza por el diálogo. Estos espacios de paz aportaron ventajas y prosperidad y permitieron que nuestros mayores se acostumbraran a actuar de otra manera.

Mil años después, esta idea puede ser útil entre nosotros.

Es cierto que en Euskadi estamos viviendo un momento difícil, entre el temor a las acciones de ETA, agravado por la barbaridad del pasado domingo, y el desencuentro de la clase política. No sé si ETA puede sentirse atraída por la idea de la Tregua de Dios, pero al menos sería bueno que sí la asumieran los políticos. La acritud de sus relaciones nos ha sumido a todos en una situación de confusión y desasosiego.

De entre los ataques que escucho, hay uno que me preocupa singularmente. Me refiero a las malas formas utilizadas, y algunos desplantes trascienden de lo que es una legítima exigencia democrática para instalarse en el plano de las acciones que deterioran el prestigio de una institución que, a fuerza de ser demócratas, debemos cuidar en beneficio de la estabilidad autonómica. El respeto a la figura de lehendakari es algo que interesa a todos, y especialmente a los partidos políticos que esperan ser alternancia del PNV. El lehendakari debe ser de todos, aunque no sea el de uno. Está en su legitimidad. No aceptarlo inequívocamente acaba basculando la situación hacia comportamientos que suponen no reconocer más legitimidad institucional que la que resulta de la mayoría, siempre que sea la deseada por cada uno. Eso es el caos democrático.

Políticamente estamos viviendo un momento de crisis. La mayoría que ha permitido elegir al lehendakari se ha convertido en una mayoría tan impredecible que es completamente atípica dentro de las reglas democráticas. Es notorio que esta situación no genera estabilidad y coherencia en la vida política vasca, lo que es serio ante las exigencias de futuro.

De aquí que no pueda negarse que plantear la conveniencia de unas nuevas elecciones responde a una lógica democrática, al menos con los datos del momento. Se argumenta en contra que las elecciones no resolverían los problemas. Que tal y como están las cosas quizás el PP pueda subir en votos, o el PNV bajar, pero sin producir mayorías claras. Probablemente es verdad, pero la apelación al pueblo es síntoma de buen hacer.

Sin embargo, hay otro aspecto en el que, con toda claridad, puede decirse que las elecciones no resolverían en nada las tensiones existentes. La cuestión radica en que en Euskadi no hay sólo una crisis de mayorías en el Parlamento; en realidad, hay dos crisis, y la segunda es más grave que la anterior. Más grave porque afecta al consenso social sobre el que se soporta el Estatuto.

Durante años hemos tenido un modus vivendi en torno al Estatuto, ocupando el poder el PNV con apoyo de otro partido político. Ha sido una forma de amortiguar las tensiones inter-nacionalistas. Este equilibrio parece haberse desajustado. El proceso ha sido complejo. Por un lado, las enormes tensiones generadas en torno al desarrollo del Estatuto han desgastado la confianza de dicho partido y también de EA. La historia del Estatuto no ha sido pacífica. En 20 años no ha conseguido alcanzar su plenitud. Con todo, en torno a él ha existido un statu quo, expresa o tácitamente aceptado, porque quienes lo rechazan no están dispuestos a renunciarlo. Estas circunstancias han conducido a una situación paradójica, cuyos efectos positivos o negativos dependen del nivel con que se gestione la vida política.

Ahora parece haber una conjura para romper este equilibrio. Posiblemente no sea ésa la intencionalidad, pero el efecto externo y mediático es el de que lo parece. Es imposible aceptar que lo que estamos viendo pueda tener algún efecto integrador.

Para diagnosticar acertadamente hay que tener en cuenta que aquí conviven varias corrientes de opinión. Por un lado, quienes entienden que el Estatuto, cualquiera que sea su situación, es la realidad última e intangible; por otro, quienes lo han venido rechazando de plano o se han sumado a la corriente de reivindicar un nuevo marco. Pero también hay importantes sectores de opinión que desean un inequívoco desarrollo del sistema estatutario (otra cosa es si éste debe ser reformado o ampliado), y ven con sombría preocupación el resultado electoral.

No puede ocultarse que en los partidos que aspiran a la alternancia (la coalición sería PP y PSOE) integran a políticos que han hecho de las transferencias una tortura. Que en su seno están quienes hicieron los Pactos Autonómicos y la LOAPA, y son quienes determinan en el Congreso y Senado la extensión de las leyes básicas y nombran a los miembros del Tribunal Constitucional. Son hechos objetivos e importantes, que no pasan inadvertidos para muchos, incluidos quienes no sienten especial aprecio por los partidos llamados nacionalistas, pero que están interesados en una autonomía efectiva.

Por otro lado, en opinión de propios y extraños, el giro adoptado por el PNV parece haber alterado su capacidad de ser el intérprete privilegiado del paradigma vasco, una condición clave para aglutinar el entramado interclasista de sus numerosos apoyos, lo que ha sido su mayor activo, político y social.

Este giro que parece haber adoptado el PNV, mal explicado y peor interpretado desde enfrente, ha incidido en los comportamientos de los partidos de la posible alternancia, resquebrajándose el statu quo. No hay más que leer los periódicos. La presencia de ETA añade otros elementos de distorsión, entre ellos la circunstancia de que los partidos llevan años de desencuentros en la búsqueda de una solución que no aciertan a ofrecer.

El asesinato del pasado domingo ha desconcertado más, si cabe, a todos. Algunas manifestaciones de personalidades del PNV parecen apuntar hacia un cambio, pero es prematuro hacer conjeturas sobre su alcance, en un momento de inquietud general.

Lo que antecede, apretadamente explicado, refleja un conjunto de síntomas que inducen a pensar que, de seguir las cosas así, la crisis habrá roto el frágil statu quo existente. Algunos deberán comprender que una situación así no se arregla con unas elecciones. Algunos deberán asumir la responsabilidad de los comportamientos que nos han llevado a esta crisis, largamente gestada. Me gustaría que se comprenda que estoy hablando en plural.

Algo deberá hacerse. Pero si tenemos en cuenta la crisis de credibilidad de los partidos, por su ruidoso comportamiento y la atonía política del Parlamento, desde una posición de salvaguardia

de la legitimidad democrática, habrá que aceptar que es en los hombros del lehendakari donde queda el único apoyo institucional para cambiar el signo de los acontecimientos.

Desde la soledad en que le imagino sumido, lo fácil es convocar elecciones. Lo difícil, preparar el escenario político para hacer que aquéllas sean realmente esclarecedoras.

No puede pensarse que en este contexto unas elecciones puedan recomponer la situación. No estoy defendiendo que el PNV deba ser titular permanente del Gobierno. El poder tiene que tener sus límites y la alternancia es uno de ellos.

Unas elecciones son inevitables, pero también éstas tienen sus límites. En situaciones como la actual, pueden conducir a un resultado de ruptura que luego no se pueda arreglar. Ésta es la cuestión. Cómo llegar a ellas sin la degradación que respiramos es un objetivo prioritario.

Un Gobierno de concentración pudiera serenar los ánimos de cara a las nuevas elecciones y, si esto no es posible, puede pensarse en una cierta remodelación de aquél, incorporando elementos que a su capacidad y respetabilidad añadan un aroma de independencia o neutralidad, todo ello discretamente consensuado. De esta forma, el Gobierno podría gobernar lejos de las tensiones que padece, dejando para otros las diatribas que nos achicharran.

El complemento puede ser un acuerdo señalando la fecha de las elecciones a un cierto plazo y una Comisión, quizás extraparlamentaria en una primera fase, que siente las bases para recomponer la situación actual y los caminos del futuro. Medidas como una reforma parcial de la Ley Electoral pueden crear expectativas útiles. Quizás existan otros planteamientos mejores. A muchos nos gustaría que fuese así.

Como el lector se habrá apercibido, todo ello está inspirado en la búsqueda de fórmulas que nos permitan alcanzar, antes de la elecciones, un periodo de tregua política, aunque no llegue a ser la de Dios. La necesitamos. Ésta es la realidad a tomar en consideración para que no se cumpla la advertencia de Margarita Yourcenar: "...suele ser en el momento en el que desaparecen las realidades cuando el talento del hombre se ejercita sola y plenamente con palabras...". Es lo que nos sobra.

Mitxel Unzueta es abogado y ex senador del PNV.

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