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La culpa

PEDRO UGARTE

La educación de otras épocas debía de estar llena de represiones, disciplinas y castigos. La religión se preocupaba por buscar el origen de todos los males en el interior de las personas, donde siempre había algo que apuntaba al mal y a la perfidia.

Sin duda se trataba de conductas exageradas, pero habría que preguntarse si la impetuosa destrucción de esos prejuicios nos está haciendo mejores. El ser humano moderno se siente al margen de cualquier sentimiento de culpa. Peligrosa, irreparablemente, la exención de culpa desencadena la ausencia de responsabilidad. A duras penas el sistema penal mantiene la idea de la responsabilidad personal, clave de todo un edificio que levantó el Derecho romano y nos rescató de la magia. Ahora volvemos a la magia. A la responsabilidad personal se le superpone una nebulosa cósmica donde todo es explicable y, por ende, justificable. Los delincuentes son angelicales individuos torturados por una infancia difícil, o enajenados mentales, o poseídos por trastornos transitorios, o víctimas de la droga, la prostitución o la miseria. El colmo es cuando hasta los asesinos se amparan en justificaciones políticas para laminar a periodistas, militares jubilados o concejales de pueblo.

Hoy día sería un audaz ejercicio intelectual argumentar a un adolescente que sus limitaciones pasan por la incompleta formación de su personalidad, que nadie considera fiable, siquiera formalmente, hasta cumplir dieciocho años. Yo no me atrevería a decírselo a ninguno para que no me llamara carcamal. Por su parte, los empresarios escapan a la ética en las relaciones laborales, amparados en las inmarcesibles leyes de la economía, una mano invisible que ellos (es una pena) no controlan, y para los trabajadores, por supuesto, la culpa siempre es de los jefes.

La responsabilidad no nos incumbe. No somos dueños de nuestros actos sino víctimas de una conspiración universal. Nos asisten todos los derechos, pero nadie percibe sus contrapartidas. La exarcerbación de estos instintos hace de nosotros seres adánicos, poseídos de una extraña inmunidad. Las imputaciones son retóricas, vulgares, perezosas. La culpa la tiene "la sociedad" o "los políticos", por señalar dos abstractos responsables de todas nuestras desgracias.

En medio de este ambiente general no es extraño que adoptemos los más extravagantes razonamientos del imperio norteamericano, al que ya sólo nos queda reverenciar destruyendo nuestra tradición jurídica y asumiendo la suya. No se trata de un saludable mestizaje cultural. Se trata de una mera expropiación. Recientemente, más de 3.000 individuos que disfrutaron del cigarrillo a tumba abierta lanzan una batería de demandas contra las empresas tabaqueras. "La culpa de nuestra enfermedad es del tabaco", decía hace poco en la prensa un buen señor. De nada valdría contestarle que la culpa no es del tabaco, que la culpa es suya (y sólo suya) por fumar, pero el mundo no está para semejantes lindezas intelectuales. La alegre tradición americana de las demandas a destajo se extenderá por Europa como una mancha de aceite.

Por supuesto, aguardo a ver cómo evolucionan los hechos. Ya que soy fumador, a lo mejor me animo, pongo una demanda y cobro una pasta. A lo mejor demando también a las empresas informáticas por la vista que estoy perdiendo, atado de por vida a una pantalla desde la que escribo columnas y novelas. Si subo a los Pirineos con las manos en los bolsillos exijo ejércitos de voluntarios y helicópteros que vengan a rescatarme. Como siga comiendo dulce y me diagnostiquen una diabetes el gremio de los pasteleros no va a reunir dólares suficientes para compensar mi indignación. Y este verano, si se quema en la playa mi piel de escasa melanina, no dudaré en demandar a Dios.

En efecto, si toda esa gente irresponsable (las tabaqueras, los fabricantes de coches, los cocineros, los constructores, los traficantes de droga, los policías, los industriales) no jugara con mi salud yo no me moriría nunca.

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