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Espera

LUIS GARCÍA MONTERO

La utopía y el terror son dos formas distintas de la espera, dos ángulos de la condición histórica. Resulta difícil conformarse con el presente, entender la plenitud como un barco varado, como la frontera cortante de un día o de un cuerpo, porque la vida no es un cuento de límites precisos, sino un relato abierto, una sucesión que existe en alianza con el pasado y con el futuro. Cada una de nuestras huellas soporta el volumen de la realidad y el peso de la memoria, ese conjunto de cuerpos desaparecidos con la infancia, la adolescencia y la juventud. Cerrar los ojos significa oír voces del pasado, escuchar los truenos de una tempestad ya calmada, intuir los postigos de una ventana inexistente, pero todavía abierta. Son las voces y los murmullos que saben llamarnos por nuestro nombre, porque pueden pronunciar con familiaridad unas letras demasiado extrañas en el caos y en el grito de las actualidades. La dignidad es el peso del pasado en nuestro presente, el esfuerzo por seguir siendo nosotros mismos, por conservar limpia la memoria de unas sílabas y la fe de aquella voz que nos llamaba para volver a casa. Junto al azul tirante de las playas, dejamos en la arena el peso de un cuerpo y de una memoria.

Como la memoria necesita caminar hacia el futuro, saltamos con nuestras evocaciones sobre las rayas del tiempo, un animal que es tigre o es cebra, para convertir la vida en imaginación de la vida. La espera corre feliz cuando el deseo puede conspirar más allá de la realidad, cuando inventa un mundo más ancho y poco ajeno, una libertad literaria que permita ajustar cuentas con el desamparo. La utopía mueve sus manos con la impaciencia de un niño nervioso; parece la travesura noble de un reloj que se cansa de los números negros y escapa por la ventana para correr hacia el mar. Acostumbrada a resistir las hostilidades, militante animosa contra la paralización, las horas de la utopía viven en la esfera de un reloj sumergible.

Hay tiempos que seleccionan sus metáforas en las conspiraciones de la utopía y nos otorgan la prisa loca de los inventores, deseosos de abrir puertas, componer la maquinaria del futuro y convertir la dignidad en un golpe de magia para extraer caracolas felices de la chistera del caos. Otros tiempos seleccionan sus imágenes en el presente paralizado del terror, esa versión opaca de la espera, sin pasado y sin futuro real, que se agota en la infección del presente. El terror niega el pasado porque cancela la dignidad, la memoria de nuestro nombre, y transforma el futuro en un vacío sólido, en una tiniebla espesa por la que no se puede navegar. Son verdaderos episodios de terror las historias que cuentan los enfermos condenados a las listas de espera de los hospitales, capítulos cortantes de una modernidad que se ha quedado sin relato abierto y sin conspiración de futuro. Una mujer espera nueve meses la mamografía que le diga si el cáncer habita su cuerpo. Un hombre se ahoga al caminar, esperando que, dentro de un año, la válvula que pide su corazón llegue antes que el infarto definitivo. Cuando la economía del presente desplaza al futuro, el terror sustituye a las utopías. La espera se llama noche y se llama silencio.

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