"La realidad no tiene obligación de parecer verosímil"
Estos días, Madrid es distrito federal. Coincidiendo con la Feria del Libro, y convocados por la Casa de América, andan por la ciudad los mexicanos Sergio Pitol, Carlos Monsiváis y Juan Villoro, tres autores que se sitúan en primerísima línea de las tendencias más vivas y profundas a que apunta la cultura actual en lengua española. Aprovechando la visita de Villoro, se publica en España su último libro, La casa pierde (Alfaguara), que lo confirma como un cuentista excepcional. Además de otros dos libros de relatos, Villoro es autor de dos novelas, El disparo de Argón y Materia dispuesta, publicadas en España. En Palmeras de la brisa rápida ofrece la desternillante crónica de un viaje al Yucatán, y Los once de la tribu contiene una selección de sus crónicas periodísticas, que testimonian las curiosidades múltiples y la variedad de recursos de un escritor dotadísimo, capaz por igual de cubrir unos mundiales de fútbol como de conducir con éxito un programa radiofónico de rock.Juan Villoro (México, 1956) fue alumno del taller de narrativa de Augusto Monterroso. Traductor ocasional del alemán, ha publicado una magnífica selección de los Aforismos de Lichtenberg. Durante tres años estuvo al frente del suplemento cultural de La Jornada, uno de los más importantes de México. En la actualidad tiene previsto instalarse a vivir en España.
Pregunta. Acabo de leer Aires de familia, de su compatriota Carlos Monsiváis, y se me ocurre que da usted un perfil estupendo de intelectual pop...
Respuesta. Más que pop soy disperso. Me interesan muchas cosas al mismo tiempo, pero no todas determinadas por el culto a lo nuevo que implica el pop. La escritura de los indecisos tiene una larga tradición y suele llevar al cultivo de diversos géneros o de géneros híbridos. Tal vez por eso me interesa tanto la crónica, que es el ornitorrinco de la prosa, un animal que condensa a todos los demás. Para referirse a esta atención divagante, Alejandro Rossi dio con un título memorable: Manual del distraído. Me gustaría formar parte de quienes han pensado y escrito de modo irregular, con un temple que antecede al pop y sus frecuencias moduladas.
P. En su literatura, México aparece como un fascinante basurero de la historia y del progreso. ¿Cómo se ordena esa visión con el mariachi de la mexicanidad que tan aficionados son a entonar los intelectuales de su país?
R. En la primera mitad del sigloXX, México vivió desvelado por la búsqueda de su identidad, del rostro auténtico que nos definiera detrás de las máscaras sucesivas impuestas por las culturas prehispánicas, la conquista y el México independiente. El saldo más conocido de este empeño es, por supuesto, El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. Años después, Paz matizó esta indagación y señaló que el mexicano no es una esencia, sino una historia. Las máscaras no encubren: son identidad. Toda conducta es híbrida y sólo puede aspirar a la paradójica autenticidad descrita por el Pingüino en Batman regresa: "Me encanta la franqueza de un hombre enmascarado".
P. Fue usted testigo privilegiado de los primeros momentos de la revolución zapatista. ¿Qué opinión le merece, cinco años después, "el guerrillero inexistente", como lo llamó usted en 1995?
R. El Gobierno ha apostado al desgaste en el caso de Chiapas. Sin embargo, la cultura indígena soporta de otro modo el paso del tiempo. Hermann Bellinghausen, que ha cubierto el levantamiento desde los primeros días, me dijo una frase reveladora al respecto: no es que los indios no sean impacientes, son tan impacientes que se levantaron en armas, pero su impaciencia dura mucho. De eso depende el futuro de Marcos y el EZLN, de la duración de su impaciencia.
P. "Fósiles de una época futura". Si puede decirse esto de los Rolling, como usted hace, ¿qué cabe decir, hoy mismo, de la literatura?
R. Mick Jagger prometió no cantar Satisfaction después de los 30 años, luego aplazó la jubilación a los 35, luego a los 40. Hoy parece dispuesto a cantarla en su agonía, desde un pulmón de acero. Hay algo paradójico, fascinante, en que los embajadores de la ruptura generacional se hayan convertido en ancianos supervitaminados. El caso de obsolescencia más sugerente de la cultura inglesa desde Rey Lear. La literatura tiene otro trato con el tiempo y sus novedades responden a otro reloj. Ahí, los muertos son más importantes que los vivos. Como en la Comala de Rulfo, las voces literarias provienen de almas en pena, sustraídas a la pretenciosa tarea de medir el tiempo.
P. ¿Sería entonces la literatura como esas cosas que Mauricio, el protagonista de Materia dispuesta, juzga que vale la pena memorizar, "como si lo más valioso de ellas fuera el temor de perderlas"?
R. Bien mirado, "lo fugitivo permanece y dura", como quería Quevedo. Me interesa la perdurabilidad de lo evanescente y el valor de las tramas aparentemente nimias. No creo en los grandes temas, en los asuntos prestigiados de antemano. La Odisea es, a fin de cuentas, la historia de un hombre que quiere volver a su casa; me interesan las tramas que surgen de esta perturbadora simplicidad. Obviamente, se trata de una inclinación personal: Tolstói, Vargas Llosa y Kubrick se ocupan con fortuna de las guerras napoleónicas, la dictadura de Trujillo o la guerra de Vietnam.
P. Se lee en Materia dispuesta que la basura que produce la ciudad de México bastaría para llenar a diario el estadio Azteca. Pero a su personaje le desagrada la idea del amontonamiento: la riqueza de la basura, piensa, está en su dispersión, "los trozos sólo contaban su historia de conjunto si seguían siendo trozos"... ¿Contienen estas palabras algo traspolable a su propia poética narrativa?
R. Me gustaría que así fuera. Al principio de la novela digo que la gente se divide por el uso que le da a las toallas: los que se secan del lado áspero y los que se secan del lado suave. Los primeros viven en el presente, aprovechan la ocasión propicia, asumen las riendas de su destino. Cualquier manual de autoayuda contemporáneo proclama que éstos son los triunfadores. Quienes optan por el lado suave de la toalla viven más en la evocación del pasado o el anhelo del futuro que en el presente; son más testigos que protagonistas, están destinados a recoger los trozos sueltos, los guijarros, las esquirlas de los demás. De modo secreto, me parecen los más valiosos y los más próximos a la función de la literatura.
P. "La mezcla de recursos del periodismo y la literatura es ya asunto canónico", ha escrito usted. Pero ¿dónde se trazaría la frontera que separa al uno de la otra? ¿Piensa que sus crónicas, sus cuentos, sus novelas, son un buen lugar para ensayar una respuesta?
R. La línea punteada está en el criterio de veracidad. La realidad ocurre sin pedir permiso y no tiene obligación de parecer verosímil. El periodismo es un desafío para hacer creíble un entorno abigarrado, es una "lección de cosas". Además, el cronista depende de los otros: son los testigos (generalmente contradictorios) quienes tienen la razón. El novelista puede ser tirano absoluto de sus criaturas y producirles taquicardia cuando se acerca a ellas. Como el Arlecchino de Goldini, soy siervo de dos patrones: uno me da órdenes realistas; el otro, fantásticas. Por esquizofrenia o dispersión, necesito de ambos.
P. Tiene usted propósitos de instalarse a vivir en Barcelona. ¿Se convertirá con ello, irremediablemente ya, en hincha del Barça?
R. Mi padre nació en Barcelona y, según corresponde a las pasiones atávicas, mi primer juguete fue un llavero del Barça. En la vida se puede cambiar de todo, menos de club. Es la última intransigencia emocional.
Babelia
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