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Se precisa EE

IMANOL ZUBERO

Existe la política de la fe y existe la política del escepticismo. La política de la fe se construye sobre la creencia indubitable en la capacidad de los seres humanos para perfeccionarse mediante sus propios esfuerzos y recursos. Para ello sólo hace falta movilizar colectivamente tales recursos en pos de un proyecto claramente definido -el Proyecto- y, en su caso, controlar, diseñar y adaptar las capacidades y disposiciones humanas con el fin de que se adecúen perfectamente al proyecto. En este sentido, se trata de una fe bien distinta de la fe religiosa, radicalmente escéptica (que no pesimista) hacia las posibilidades de los seres humanos de realizarse por sí mismos y de una vez para siempre, precisamente por eso comprensiva ante la permanente caída de las personas en la tentación y el pecado.

Al contrario que la política de la fe, la política del escepticismo sostiene que la realidad humana es tan variada y compleja que jamás podrá ordenarse o reconstruirse en torno a un plan claramente definido. La historia no tiene un estado final, sea éste inevitable o decidido. Es por ello que la persona escéptica no cree en determinismos historicistas (eso de ser lo que tenemos que ser) ni en activismos voluntaristas (con su creencia en que si las cosas no son como deben ser es por falta de voluntad política). Es por ello que no aspira a la perfección, si bien está siempre dispuesta (escépticamente dispuesta) a ensayar propuestas de transformación social. Porque la persona escéptica no es aquella que no se cree nada, sino aquella que no se cree nada tanto como para pensar que eso es todo lo que merece ser creído.

El escéptico no es alguien pasivo, desentendido de su entorno. El escepticismo no tiene nada que ver con la resignación o el acomodamiento. Paradójicamente, la persona escéptica es más fácilmente movilizable que la persona creyente, ya que no necesita garantías de éxito para hacerlo: mientras que para la perspectiva de la fe la movilización es siempre instrumental, de manera que sólo sirve si sirve al proyecto al que consagra su fe, para el escéptico las acciones tienen sentido en sí mismas. El escéptico sólo parece convertirse en un hombre de fe cuando de defender la dignidad de las personas se trata, algo coherente con su forma de ver la realidad: no hay violación de los derechos humanos que pueda justificarse desde el momento en que no cree en la existencia de ningún proyecto político digno de exigir el sacrificio actual de las personas concretas.

Algo tiene que ver esto también con los tiempos de la política. La democracia, como la justicia, precisa tomarse su tiempo para poder funcionar. De ahí sus, a menudo, tediosos procedimientos. Donde no hay tiempo hay emotividad, inestabilidad, sugestión, instrumentación y, en último término, homologación. Un pueblo sin tiempo acaba dando lugar, con el paso del tiempo, a una democracia de la masa indiferenciada y totalitaria que, al rechazar a los que no están de acuerdo con ella, se priva a sí misma de capacidad autocrítica, capacidad en la que descansa la posibilidad de enmendar sus propios errores. Esto vale igual si son tu prisa y tu urgencia las que demandan acelerar los tiempos como si son mi prisa y mi urgencia las que lo hacen.

Es verdad que ni la política de la fe ni la del escepticismo pueden, por sí solas, comprender la totalidad de la acción política. La afirmación de una suscita la contraafirmación de la otra, lo que recrea de continuo el campo en el que debemos actuar. Pero, hoy y aquí, el equilibrio político precisa, creo yo, de fuertes dosis de escepticismo. Si alguien se anima (si alguien se anima como se animan las personas escépticas, es decir, sin esperar maravillas ni pretender acelerar los tiempos) yo me atrevo a plantear la posibilidad de constituir una comunidad política transversal que se denomine EE: Euskadiko Eskeptikoak o Escépticos de Euskadi. No hace falta que nadie abandone sus actuales pertenencias políticas; al contrario, son bienvenidas las dobles militancias.

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