La ciudad de las persianas bajas
De pequeños, los urbanitas de mi generación jugábamos al palé. Fue el primer paso para introducirnos en el mercado inmobiliario. Aquellos eran años de capa caída, pero movíamos las casitas y manejábamos los billetes falsos para conseguir mejorar nuestra posición en el mercado. Hoy las cosas han cambiado, pero el palé sigue siendo un buen ejemplo para explicar lo que está pasando.En términos inmobiliarios, las ciudades se pueden dividir, genéricamente, entre aquellas que tienen interés y donde el precio del suelo sube como la espuma, y aquellas otras donde, justo por no ser tan "ciudad" como las primeras, es decir, sin tantos problemas de tráfico ni tensiones parecidas, ese precio es menor y la vivienda es más asequible. En las primeras se suele dar una voracidad constructora, ya sea de viviendas o últimamente de hoteles, que se entiende como indicador incuestionable de progreso. Razones hay, ya que el sector construcción se acerca al 10% del PIB del país, y además tiene la ventaja adicional de movilizar muchos sectores de la economía.
Para una pareja con cierta estabilidad laboral que toma la decisión de emanciparse, la compra de un piso se convierte en un objetivo prioritario, pues además de resolver el problema de dónde vivir, sin moverse de casa y por arte de birlibirloque ven cómo, año tras año, el valor de su vivienda va para arriba. Más tarde les entra la tentación de moverse de calle o de barrio, de dar un salto, y así como cuando eran jóvenes tuvieron que optar por alejarse de la ciudad, ahora que empiezan a ser mayores y los hijos tienen edad de salir de noche y regresar en coche piensan que es el momento de acercarse o retornar a ella. A menor escala, en razón de su capacidad económica, también participan en la partida aquellos que, habiendo adquirido la vivienda con un importante soporte público, piensan en venderla para seguir colocándose en la geografía urbana. Otros, en cambio, con mayores recursos canalizan sus inversiones mediante la compra de viviendas secundarias que luego permanecerán deshabitadas, con las persianas bajas. En los municipios con interés turístico esto puede entenderse, pero tal excedente de viviendas, aunque en una primera fase es productivo en términos económicos y urbanísticos, dejará de serlo para convertirse en una especie de chatarra que generará problemas de convivencia, por falta de vecinos o de ciudadanos, de servicios y de mantenimiento de los espacios públicos y, lo que es más grave, tensionando el planeamiento urbano y repercutiendo en la carestía de la vivienda.
Esta dinámica inmobiliaria, añadida al número de viviendas antiguas que están quedando vacantes al acceder por primera vez un segmento de la población a la propiedad de la vivienda principal, y a aquellas otras que, pese a la LAU, siguen vacías, hacen de España uno de los países con un índice de viviendas desocupadas más alto de la UE, en torno a un 57 por mil (Francia 39‰, Reino Unido 16‰, Países Bajos 9‰). Las ciudades inflan aún más esta estadística, aunque no todas se comportan igual. Según el anuario estadístico de 1995 -referido a datos de 1991 y que hoy serán, probablemente, más elevados-, en Madrid el 11,8% de las viviendas no principales están desocupadas, en Barcelona lo están el 10,6%, en San Sebastián el 8,5%, en Oviedo el 13%, en A Coruña el 16,8%.
Mientras tanto, una parte de la población que no puede llegar al mercado libre tiene dificultades para acceder a un mercado de alquiler que muchas veces sólo le ofrece viviendas en mal estado de conservación. Pero tampoco puede adquirir una vivienda protegida, ya que la cuota respecto al total de viviendas construidas cayó en picado casi 40 puntos en los últimos años, lo que da a entender que en tiempos de bonanza el sector público se inhibe para aparecer en tiempos de escasez.
Si existe el derecho constitucional, aunque algo abstracto, de disponer de una vivienda digna, para garantizarlo tiene que haber una intervención pública y una coordinación entre lo público y lo privado. Para ello no se deben aplicar con carácter extensivo criterios de liberalización de la legislación y de la gestión del suelo, que en muchos casos encubren el rechazo de cualquier tipo de planeamiento, de la obligación de simultanear la urbanización con la edificación o, en el caso de las urbanizaciones periféricas, de la necesidad de invertir en su conexión con el sistema urbano. Más bien hay que sustituir la liberalización como principio por la modernización como objetivo, introduciendo legislación y planeamiento con fórmulas de gestión del suelo más imaginativas y menos encorsetadas, basadas en la construcción racional de la ciudad, en la línea experimentada por algunas comunidades autónomas y ciudades.
Las políticas metropolitanas de futuro, además de ocuparse de infraestructuras y transportes, tendrán que atender a la localización de la residencia y a la escolaridad. Para ello las autonomías tienen que poner sus ojos inversores y legisladores en los espacios metropolitanos, y las ciudades que son vecinas tienen que prepararse para desarrollar acuerdos en este sentido, con el fin de resolver los problemas derivados de la distancia entre el lugar de trabajo, el de ocio y el de residencia. Además, pueden establecerse medidas estatales coordinadas con las autonomías para adquirir suelo en algunas ciudades que, pese a sus esfuerzos por gestionarlo, no son capaces de abaratar su precio.
Por otro lado, la fijación en el exclusivo interés económico de la vivienda está impidiendo una reflexión que ponga sobre la mesa la incorporación de nuevas pautas tecnológicas y constructivas, en aras de la economía y la eficiencia, junto a una renovación arquitectónica que apueste por la calidad y el buen gusto, y una nueva funcionalidad en torno a las formas de vida y las unidades ciudadanas de hoy en día. La familia ha cambiado, los hijos son menos pero tardan más tiempo en marchar de casa, las mujeres trabajan fuera, los abuelos viven más, hay otros modelos de pareja o familias uniparentales y, a pesar de todo, se sigue reproduciendo el mismo módulo de vivienda. Y no hablemos de lo que va a suponer, a la hora de organizar la vivienda, la integración de nuevas culturas.
Para cumplir el mandato constitucional sobre la vivienda, tenemos que entender también que nos encontramos ante un problema cultural y educacional y que, sin disminuir las cifras económicas y el negocio del sector, es necesario plantear el equilibrio y la innovación que demandan estos tiempos de cambio. Estos factores tienen que venir de la introducción de una cultura de la rehabilitación que vaya más allá del caserío de las ciudades históricas, de la promoción del inquilinato como alternativa al mercado en propiedad, de que el sector privado y el público construyan viviendas protegidas en sus distintas modalidades para aquellos segmentos de la población que no pueden acceder al mercado libre, y de promover políticas incentivadoras de la ocupación de los miles de viviendas vacantes, que están teniendo más éxito que las fiscales practicadas por algunos ayuntamientos. Así se logrará que las ciudades estén llenas de ciudadanos, en lugar de tener espacios vacíos y persianas bajas.
Xerardo Estévez es arquitecto.
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