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El público de Madrid

Entre los profesionales del toro se protesta de la dureza del público de Las Ventas. Que si es inquebrantable, exigente, caprichoso y, a veces, injusto. Cierto, así es. Pero no es menos veraz que casi siempre es justo y se entrega a tope cuando un torero también lo hace. Afortunadamente, como todos los espectadores, se dejan llevar por la maravillosa pasión. ¿Qué sería sin ella?Su reacción se fundamenta en la visualización de calidades. Es completa porque las comprende. Sabe ver y sentir lo que sucede en el ruedo. No todos tienen ese privilegio, nacido del conocimiento y, fundamentalmente, de la calidad perceptiva. Se deja mecer por las expresiones artísticas excelsas. Y por el valor extremo. Pero jamás pierde el concepto de la ortodoxia torera. Ni cuando yerra...

Es inflexible y presume de ello. Aferrado a sus conceptos, en ocasiones, se siente anegado por la corriente del momento. Pero es más un público de después. Reflexiona sobre lo visto, lo oído y lo hecho. De ahí sus reacciones subsiguientes. No se perdona un desliz. Ha sucedido, ocurre y se repetirá, que toreros premiados, posteriormente fueron castigados, por similar faena... A veces, demasiadas, mantiene la sanción de por vida...

Con algunos, que admiran en la intimidad, extreman la dureza. Les exigen más que a cualquier otro; casi lo imposible. Cuando lo roza o atisba se entregan sin dudarlo, con pasión. Y así, en pie, palmas fuertes sin cortapisas, muestra su auténtica importancia. El homenajeado se siente en la gloria, del toreo. Es absolutamente feliz. Cuando pasa el éxtasis, del intérprete y del respetable, días más tarde, vuelta a empezar. Otra vez convertido en meta casi inalcanzable.

Los considerados preferidos no se libran de su severidad. Consienten algunas, pocas, licencias, siempre que sean errores de resultados, no de intenciones. Acabado el cupo, se toma beligerante y es más duro que con los otros. ¡Ay de un predilecto que no cumpla! Algunos, generalmente artistas insignes, con varios lances, un natural y el desplante airoso, lo embelesa.

Lo más importante de todo es la categoría que un diestro adquiere al triunfar en Las Ventas. Hace cincuenta años, y antes, un torero podía vivir casi toda su vida de un éxito sonado, si sabía refrendarlo con aciertos, aunque fueran parciales. No digamos si eran regulares: se convertía en la gran figura. Manuel Jiménez Chicuelo, creador de la escuela sevillana, entró en la historia por una gran faena en la plaza vieja de Madrid, en mayo de 1928.

Actualmente no ocurre a menudo. Quizá el espectador actual, curado de espanto, no se entusiasma fácilmente. La culpa, ¿de los toros, de los toreros? ¡Vaya usted a saber! No obstante, y es alentador, ahí quedan en el recuerdo recientes faenas de José Tomás... Pero ¿le proporcionaron la todopoderosa fuerza que aquella de Chicuelo? ¿O el mando absoluto igual que la de Manolete al pinto barreiro Ratón, en Las Ventas, el 4 de julio de 1944?

Decididamente, todo es diferente. Los éxitos recordados lo fueron gracias a la acometividad agresiva de los toros y al buen hacer de sus matadores. ¿Ha tenido algo que ver la emoción? Por supuesto. Sin ella, casi nada de nada. Pues eso: a buen entendedor...

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