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Crítica:DANZA - GALA DE BALLET CLÁSICO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Ningún mañana

Un puñado de bailarines capaces que se vuelven heroicos luchando contra el director de orquesta. La gala pudo ser un drama, y en parte lo fue por la batuta, atenta a sí misma y sin reparar en los verdaderos protagonistas de la velada. Con las luces, otro tanto, un repertorio de dibujitos, lunas luneras y efectos baratos que el gran ballet no necesita, amén de dos oberturas que no venían a cuento.Hubo buena danza, con momentos de excelencia como, entre otros, Alexandrova en el solo de Grigorovich Leyenda de amor, honrando la senda moscovita y el pupilaje de Golovkina, un papel que bordó Timofieva décadas atrás; las buenas maneras de Letestu y Martínez derrochando prestancia con Sylvia de Balanchine o la Esmeralda de Petipa; el control elegante de Bussell en su Manon; la corrección académica de Kobborg junto a los giros de Rojo en Coppelia; el arrojo de Acosta y Giménez en el comprometido dúo de Diana y Acteón, y así.

Gala de Danza Con: Carlos Acosta, Darcey Bussell, Johan Kobborg (Royal Ballet Coven Garden); Maria Alexandrova (Bolshoi de Moscú); Roberto Bolle (La Scala de Milán); Lucía Lacarra, Cyril Pierre (San Francisco); Agnès Letestu, José Martínez (Ópera de París); Tamara Rojo (English National Ballet); María Giménez, Igor Yebra (artistas invitados)

Dirección artística: Ricardo Cué. Luces: Freddy Guerlache. Orquesta Sinfónica de Madrid. Director: Jorge Rubio. Teatro Real, Madrid. 22 de mayo.

Yebra y Lacarra

Fueron muy aplaudidos Yebra en su cisne (inspirado sin sonrojo y a la letra en una pieza precedente de Descombey) y Lacarra en el adagio de Barber o el trillado fragmento wagneriano de la muerte de amor, hechas a su medida y breve respiración escénica.

Señalemos el esfuerzo de fusión de tendencias que ha hecho María Giménez en la que es su primera creación y, por otra parte, la profesionalidad de la bailarina inglesa, que bailó espléndidamente aun cortando su variación en Tchaikovsky Pas de Deux. El ballet juega pasadas así, y hay que creer en los hados (Darcey Bussell ya estuvo en el Real para bailar Bella Durmiente hace tres años y se lesionó también horas antes de salir a escena).

Quería ser una noche de ensueño, y fue una discreta función en la que imperó la profesionalidad de todas esas primeras figuras y su respeto por el público. Detrás, como una sombra, el sueño de que hubiera en Madrid y en la sede del Real una compañía de ballet académico: una quimera; más bien un íncubo de tantos, una deuda, un pecado de lesa cultura que no distingue colores políticos, y ya es tarde. Da igual que surjan muchas Tamaras y muchas Marías y muchos Josés (que tampoco es que abunden, son excepciones). Para el ballet clásico español, ningún mañana (el trasunto argumental de Vivant Denon de pasión y traición no es ajeno metafóricamente al calvario del ballet español).

Esta gala, en su posible belleza, en la excelencia de sus intérpretes, en la alegría emocionada del arte de la danza, deja el hueco y el eco tristísimo de tantos esfuerzos, carreras -malogradas unas, laureadas otras-. A la reverberación del aplauso se une el ya inútil reclamo de marras.

Sueño costoso

Siempre habrá una danza de buitres alrededor del tema (los bailarines españoles de la diáspora), pero no hay voluntad de que el sueño, la gran compañía local, fructifique: es costoso, los logros no son inmediatos, se necesita confianza y cultura. Impera el rodillo de una superficial modernidad sobre las probadas virtudes del repertorio eterno, clásico. Ningún mañana, aun protegiendo a los artistas de los desatinos de un director que ni les mira.

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